Archivo el 2020-03-16

El poder de las almas

Todavía, siempre bella,
te contempla el alma mía
y tu rostro me enamora
todavía.

Ni tus ojos mortecinos
ni tu pálido semblante
adormecen mis amores
un instante.

En tu rostro todo lleno
de dolor y de ternura
ver no puedo la tristeza
que lo apura.

Olvidando de la suerte
las terribles ironías,
yo te admiro con el ansia
de otros días.

Ven, que asido de tu mano,
descarnada y temblorosa,
hoy mis ojos te contemplen
más hermosa.

Que materia tan enferma
no ha perdido la hermosura,
porque dentro tiene un alma
bella y pura.

Jesús Rodríguez Redondo
(a su esposa enferma)

Sospechosos de corbata y cuello

A raiz de toda grande estafa o grande crimen, de todo emocionante delito en cuya perpetración o planeamiento haya intervenido de manera directa algún personaje o ciudadano hasta entonces tenido oficialmente por honrado, admitido en la sociedad y respetado por ella, hombre de valimiento y de prestigio en el comercio de la vida, no faltan nunca almas cándidas que, en nombre del presentimiento, lancen el «había de suceder», ignorando que el hecho es producto de un estado social de cobardía, que a todos, a cual más a cual menos, nos hace cómplices de un delito al que todos contribuimos con la desidia, el frío e incivil encogimiento de hombros o el miedo a dar el aldabonazo que arranque a la sociedad de su consciente y delictuoso letargo.

Realizado el hecho y conocido el autor, es pronto aquietada la indignación que supo producirnos, por la acción anestésica que en nuestros sentimientos produce el por muchos motivos criminal «¡ya está explicado!»; y temiendo tropezar nos recogemos en nuestro egoísmo, ansiando que pase la mala hora y en espera del nuevo sacudimiento criminoso que venga otra vez a arrancarnos aquella cobarde exclamación. Todos vemos la escala de delincuencia y conocemos a los que lenta, pero seguramente, van por ella descendiendo, pero sin que jamás tengamos el gesto cívico de interponernos en su camino y, ya que no entregarlos a la justicia, marcarles en la frente el sello de ignominia, de que son peligrosos para la sociedad, son sospechosos, indocumentados morales.

Esto no debe, no puede suceder, siquiera por egoísmo, por nuestra propia seguridad, como garantía social.

Así como es principio de justicia seguir la pista, analizar la vida, investigar los hábitos, calificar de sospechoso a todo individuo de blusa y alpargatas que, indocumentado, vagabundo merodee en el mismo seno de la sociedad, que sin dedicarse a oficio legal alguno, en absoluto carente de fortuna propia, viva y viva dado al vino, a las mujeres, a toda distracción y a todo vicio, así deben ser llamados sospechosos, deben ser sometidos a investigación en sus vidas y haciendas, deben ser fichados como peligrosos otros muchos, a quienes estrecharnos la mano sólo porque se lanzan a la calle con corbata y cuello y con ropa limpia.

Todos hemos conocido y conocemos y hemos señalado y señalamos con el dedo, sin que nos atrevamos a hacerlo fuera de la privada tertulia, a personas a quienes en ocasiones damos el brazo y nos consta que se hallan en pleno descansillo de la escala de la delincuencia.

Hablamos de que don Fulano tiene tal sueldo —tres mil pesetas, por ejemplo—, y, sin embargo, vive en casa por la que tiene que pagar un alquiler de seis mil reales, pasea en coche, no pierde un espectáculo, tiene dos o tres hijos varones estudiando y algunas hembras siempre lujosamente ataviadas, con sombreros caros y vestidos de seda; en verano acude a algún puerto y se hospeda en hotel de primer orden; dispone de una servidumbre doméstica de tres o cuatro criadas, etc., etc.; y no obstante, sólo posee el sueldo, no tiene otros modos de ingreso, carece de fortuna propia y aún no ha caído en las garras de la usura. ¿Cómo os posible? Aquí la justicia debe investigar y, en su inspección, debe ser auxiliada por todo el que se llame ciudadano.

¿Que es mezclarse y atropellar la vida privada? No, es velar por la sociedad; allí forzosamente se está cometiendo un delito o series de delitos y la sociedad toda debe ayudar a que el culpable reciba una justa sanción.

Hablamos de don Perencejo, que posee un capital único de cinco, diez mil duros; que no se dedica a profesión, oficio, industria o comercio de ninguna clase y, sin embargo, aumenta grandemente su capital, a pesar de que su familia es abundante. Suponemos que aquel capital está dado a réditos, pero lo legal sólo le produciría, en el segundo caso, tres mil pesetas, con las que viviría, pero sin aumentar el capital; lo aumenta, prospera, luego presta con crecido interés, es usurero, es un criminal, está dentro del Código.

Don Perencejo debe ser fichado, debe ser calificado de peligroso, sometido su modo de vida a investigación judicial, y si tras ella resulta comprobada la sospecha, procesado y encarcelado por contraventor de las leyes.

¿Que ello produciría un escandalo? Claro; escándalo, pero de cobardía social. Todos nos quejamos, protestamos contra ciertos hechos que son escarnio de la moral, pero siempre calladamente, para negar más veces que Pedro a Jesús, cuando es llegada la hora, no de los grandes heroísmos, sino de los santos deberes.

Aguantamos, aguantamos y… luego ponemos el inri a tanta estúpida cobardía: «¡Era de esperad!», cuando se descubrió la estafa, el asesinato del usurero, etc. Siempre recordaremos el caso de un empleado del Estado, en un puerto español, que, teniendo un sueldo de 3.500 pesetas, vivía en una regia casa que le costaba 2.500 pesetas y poseía coche propio. Sobrevino el descubrimiento de la estafa, el suicidio, con la ruina de una familia. ¡Todos lo esperaban!

Esto es: todos fueron cómplices.

El asesino de Ferrero ha sido descubierto; quienes le conocían no se han extrañado: «¡tenía que suceder»!, dicen, y nosotros exclamamos: ¡Todos cómplices!.

Redacción



Lo que Córdoba necesita

Árboles

He aquí, lector amigo, lo que quiero que por breves momentos ocupe tu atención: los árboles.

Mas no creas que, al tratar de ellos, voy a hacerlo desde el punto de vista económico o industrial; supongo que tú, lo mismo que yo, conoces el influjo de los árboles en las condiciones generales de las comarcas; que los árboles nos proporcionan maderas, leñas y gran número de productos inmediatos y derivados, susceptibles de variadas aplicaciones a diversas industrias; que sus frutos constituyen un excelente alimento natural y que, preparados por procedimientos adecuados, pueden conservarse para que su consumo se verifique durante todas las estaciones del año, sirviendo también algunos para preparar bebidas, medicamentos y conservas.

Supongo también que sabes que con los árboles se fabrican esas grandes naves que son orgullo de los pueblos, alma y vida del comercio internacional; que con los árboles se construyen las formidables escuadras, salvaguardia de las naciones; que desde que nacemos, el árbol es nuestro constante compañero y protector; que del árbol sale la cuna que nos mece en la niñez; que sobre los árboles están asentados los carriles del tren; que del árbol se hace el mástil en que ondea la bandera roja y gualda; en fin, que el árbol es el amigo más grande y el sostén más fuerte de la Humanidad.

Mas como todo lo dicho, con ser altamente beneficioso a la sociedad, no compendia el papel del árbol, he aquí por qué vamos a ocuparnos del influjo de éste en el saneamiento de los suelos y subsuelos.

Nadie mejor que Chevrel se ha expresado acerca de este asunto: «los árboles —ha dicho— son verdaderos tubos de desagüe, colocados en sentido vertical».

En efecto, en la desecación de los terrenos y en el consumo de los restos orgánicos tiene la arboleda un poderoso influjo, puesto que el agua del suelo y subsuelo es absorbida por las raíces, asciende por el tronco y se distribuye por los tallos y las hojas, para ser difundida por la atmósfera, mediante la transpiración vegetal; por otra parte, el agua cargada de materiales orgánicos cede, a su paso por dichas plantas, las substancias putrefactas, que éstas transforman convenientemente para que sirvan a su nutrición y desarrollo, por lo que resulta que el árbol es un aparato de aspiración y filtración de las aguas estancadas y que evidencia además la ingeniosa comparación de Chevrel.

Además, la acción purificadora del arbolado no sólo depende de este factor, sino de que son verdaderos productores del ozono u oxígeno naciente, de afinidades químicas tan enérgicas, que se comporta como un poderoso medio de destrucción de las materias órgánicas o gérmenes patógenos que se encuentran suspendidos en el aire, como lo prueba el hecho de aumentarse en la atmósfera dichos productos infectos tan pronto como el árbol se desprende de sus hojas.

Dedúcese de lo expuesto, máxime si tenemos en cuenta las condiciones en que en nuestra capital se encuentra el suelo o subsuelo, la necesidad imperiosa de realizar en Córdoba numerosas plantaciones de árboles, principalmente de eucaliptos, para sanear aquéllos.

Es también necesario que los cordobeses todos, sin distinción de partidos, sumen sus esfuerzos para llevar a la práctica los proyectos de saneamiento y mejoras de nuestra ciudad, fruto de la labor en pro de la misma de nuestro digno y culto alcalde, pues son los únicos que pueden sacar a nuestra querida Córdoba del atraso en que se encuentra.

Hagámoslo así y daremos un alto ejemplo de cultura y patriotismo, que redundará en beneficio de todos.

José Sarazá Murcia



Las verdaderas víctimas

Acabarnos de ver una caricatura, de cuyo espíritu se desprende una triste y dolorosa tragedia; tragedia, como todas ellas, desgarradora; como ninguna, plena de dolor y tristeza, por cuanto danzan en ella unos desventurados niños…

El lápiz sarcástico de Máximo Ramos ha sabido darnos una tremenda sensación de dolor y desesperanza al comentar, gráficamente, el crimen cometido en Madrid por ese desdichado seudo-procurador Nilo Saiz de Miguel, de tan reciente cuan desdichada historia.

Con unos trazos maestros, el formidable dibujante nos ofrenda la terrible emoción de la tragedia, o por mejor decir, de sus dolorosísimas consecuencias.

En el dibujo de Máximo Ramos aparece una mujer en actitud de demandar pública limosna, y cubriendo con sus harapos a unos desventurados niños, flor de crimen y espuma de desdichas. Al pie de la composición y luego de adivinar un brevísimo diálogo entre la infeliz y un viandante, se leen estas desgarradoras frases:

De la pobrecita Bélgica, ¿verdad?
—No, señor; de la calle de Preciados
.

La ampulosa publicidad que se está dando al crimen de Nilo Aurelio Saiz de Miguel, cometido en la persona del usurero Manuel Ferrero, nos pone en antecedentes de que el presunto criminal vivía con su familia en la calle de Preciados.

¿Comprende el lector toda la trágica psicología de esa caricatura de Máximo Ramos? Porque en rigor de verdad, las indudables víctimas del horrendo delito cometido por ese desventurado Agente de negocios madrileño, son sus hijos, esos desventuraditos que, apenas nacidos a la vida, apenas iniciados en la dicha inapreciable de vivir, se miran aherrojados por la sociedad y en la tristísima senda de todos los cautiverios y todas las amarguras…

Más que el anciano usurero, son víctimas del crimen de Nilo Aurelio Saiz, los hijos de éste. Aquél pagó con su vida la excesiva confianza que le inspirara el Agente de negocios, con quien andaba no en muy limpios trapicheos, dicho sea con perdón de su memoria. Los hijos del desdichado procurador no han muerto, viven, pero una vida vilipendiosa y con estigma, merced a la maldad de su progenitor.

Más les valiera morir, pues que la sociedad, con su estrecho concepto de la moralidad y con su equivocado modo de juzgar las cosas, habrá de cerrar contra esas infelices criaturitas haciendo un escéptico de cada una, capaz de todas las rebeldías…

Esos desventurados no serán de hoy en adelante, en el público concepto, sino los hijos de un gran criminal . Y no valdrá que sigan la senda del bien y que se capaciten para ser útiles a la sociedad: siempre, eternamente, ésta no tendrá para los infelices otra cara que el desdén, ni más consideraciones que las adecuadas a los hijos de un asesino…

¡Como si los hijos fuesen culpables de las malandanzas de los padres! ¡Como si el estigma pudiera ser transmisible!

Un alto sentimiento de piedad, ingénito en cuantos somos padres, nos hace considerar como únicas víctimas de la tragedia que comentamos, a los hijos del tristemente célebre Nilo Aurelio Saiz de Miguel.

Más que nuestras consideraciones, dicen al sentimiento las trágicas frases del dibujante Máximo Ramos, que volvemos a reproducir como expresión del más profundo y tremendo dolor:

—De la pobrecita Bélgica, ¿verdad?

No, señor; de la calle de Preciados.

Españita



Caras

Pues, señor, una vez fui diputado
por…(No me acuerdo ya; ¡vaya un olvido)
(me eligieron… ¡También se me ha olvidado!)

¡La única vez que diputado he sido,
(provincial solamente) y mi memoria
no recuerda ni el pueblo ni el partido.

Pero, en fin, yo triunfé; fué la victoria
dechado de vulgar ramplonería;
no tuve oposición, tal es la historia.

Eran cuatro los puestos, tres había
frente a nosotros y los tres salieron,
y yo en cuarto lugar… ¡si triunfaría!

Dicen que tales elecciones fueron
un triunfo de mis correligionarios…
Triunfaron… es verdad, mas no vencieron.

Son tan ramplones y tan ordinarios
estos asuntos, que sinceramente
me producen horror sus comentarios.

A la mañana a mi elección siguiente,
noté, con relación a mi persona,
un cambio en la conducta de la gente;

y aparte de tal cual risa burlona,
tan esperada como merecida,
que el discreto al Quijote no perdona,

se me acercó una cara conocida
a darme la triunfal enhorabuena
por la enorme victoria conseguida;

y otras, y otras después, y una docena,
que recibí admirado y a pie quieto,
como el que sufre humilde una condena.

¡Cuánta amabilidad, cuánto respeto!
¡Qué consideración inesperada!
¡Qué de advertencias dichas en secreto!

Y el resumen final de la jornada,
fué convencerme yo que hasta ese instante
para aquellos señores no era nada.

—Un claro libro abierto es el semblante
en que lo más oculto se refleja,
aunque el alma se oponga vigilante.

Cruza la mente el pensamiento, y deja
su ráfaga de luz, de sombra, acaso,
que al enemigo avisa y aconseja;

y en peligroso y decisivo paso,
un gesto solo fué advertencia clara,
salvándome el instinto del fracaso.

La maldad, con virtudes se enmascara
y se embebe en el bien y disimula,
pero siempre y por fin sale a la cara.

Muchas veces el rostro del que adula,
contra su servilismo se rebela,
y con los ojos lo que dice anula.

A éste, que el bien del prójimo desvela,
cuando a felicitarle se aproxima,
con el calor de sus palabras, hiela.

Y tan inútil es la pantomima,
que el odio disfrazado de cariño,
besa de una manera que lastima.

Los rincones del rostro no escudriño,
pues la impresión me da de lo que oculta
a pesar del esmero y del aliño.

Quien minuciosamente lo consulta,
con cuidadoso análisis, no sabe
cuánto lo que persigue dificulta:

que en el rostro, un momento está la clave
si no la logra la impresión primera,
difícil es que por lograrla acabe.

—Y no es sólo el amigo, pues cualquiera
que nos mira, al pasar, por un momento,
deja en nosotros su impresión sincera;

nos hiere con su mismo sentimiento,
que en su rostro, ya alegre, ya ceñudo,
brilla como una luz su pensamiento.

Fugaz conversación, diálogo mudo;
amor y enemistades conseguidas
en el espacio breve de un saludo;

personas despreciadas o queridas
porque una sola vez, quizá, las vimos,
y siguen influyendo en nuestras vidas.

Y de ese mundo anónimo sentimos
las mismas impresiones punzadoras
que en el mundo de afectos que vivimos;

y, en mal o en bien, ocupan nuestras horas;
y, aunque desconocidas, son amantes,
enemigas, esclavas o señoras.

Espíritus callados, vigilantes,
que rozan sin cesar nuestro camino
con fines diferentes y distantes;

en la lucha del mundo peregrino
que se encuentra con otro y se separa
ignorando su rumbo y su destino,

pero antes de partir recibe clara
la síntesis de un ser, de una existencia,
en la expresión viviente de una cara;

relámpago de luz y de inocencia
en el que libre, indómita y salvaje
se ofrece tal cual es nuestra conciencia,

y sin la horrible traba del lenguaje,
es noblemente altiva o lisonjera,
franca para el elogio y el ultraje.

—La verdad, peligrosa por sincera,
se ve en la frente y en los ojos brilla,
mucho más que el espíritu quisiera.

Llegó un amigo a ser mi pesadilla
porque en su rostro, a veces, vislumbraba,
y eso que su expresión era sencilla,

una luz o una sombra que pasaba,
y aunque en el trato atento fué conmigo,
yo siempre, al saludarle, vacilaba.

Y por fin me engañó; pero bendigo
el engaño que en bien los males trueca;
el mal amigo es ya buen enemigo.

—A ese de frase doctoral y hueca
que en la meditación se halla suspenso,
sin otro mundo que la biblioteca,

lo que he de hablarle con cuidado pienso,
pues solamente me contesta acorde
si su elocuencia y su saber incienso.

—Y a este envidioso, ¿quién habrá que aborde?
¡Qué rabiosa expresión en el saludo,
que si no es una ofensa, está en el borde!

Y cual hoy, siempre así: triste, ceñudo,
y me odia a muerte, por alguna cosa
que yo logré, pero él lograr no pudo.

—Hay cara tan atenta y cariñosa,
y saluda tan bien, tan elegante,
y a todo se anticipa afectuosa,

y oye vuestras palabras anhelante,
sin olvidar un tilde, una sonrisa,
que más que abrumadora es asfixiante.

—¿Y la de aquél que siempre está deprisa,
y nunca llega a punto a su destino,
y cuando desde lejos nos divisa.

sin dejar de seguir por su camino,
con los ojos y a voces nos increpa
y el secreto nos dice del vecino?

—Nada sucederá que éste no sepa
y a referirlo, misterioso, acude:
da la noticia y un olor que trepa.

—¿Saluda? ¡Santo Dios, que no salude!
¿Está amable…? Es que viene por dinero,
y entre él y cinco duros no hay quien dude.

—Eterna historia: al sabio, al majadero,
al más noble señor como al villano,
al rico poderoso, al pordiosero,

se les ve lo que esconden, de antemano,
pues en el rostro, a la impresión primera,
sale siempre la sombra de un gusano.

—;Ven, mentira piadosa y hechicera,
maga gentil, y oculta con un velo
lo que el rostro ocultar también quisiera!

¿Qué me añade de gusto y de consuelo,
ver la envidia en el brillo de unos ojos,
saber que es aire, y nada más, el cielo?

Si a la postre serán tristes despojos
las pupilas que hoy son nuestra tortura,
las tersas frentes y los labios rojos,

¿no es una aberración y una locura
que por profundizar siempre en el pecho,
halle el alma su propia desventura?

Si me brindáis amor, ¿con qué derecho
en que es engaño y falsedad me obstino,
de vuestras intenciones en acecho?

A Dios gracias, tan corto es el camino,
que las mentiras sirven de equipaje,
y antes que se descubran, imagino
que he de llegar al fin de mi viaje.

Benigno Iñiguez



Benigno Íñiguez González

.

Benigno Íñiguez González, nació en Córdoba año (?)

Casó con Aurora del Castillo Romero con la que tuvo varios hijos: María Aurora, María Dolores, Julia, Beningno y María del Carmen.

Fue un abogado cordobés de las primeras décadas del siglo XX en Córdoba.

Político, fue diputado provincial en el año 1913 así como teniente de Alcalde del Ayuntamiento de Córdoba.

Destacó asímismo por sus dotes artísticas como poeta que le hicieron merecedor de entrar como académico de número en el año 1910 en la Academia hasta su muerte acaecida en el año 1936.

Además, aparece en el censo electoral de 1910 como uno de los electores con mayor contribución de renta de la ciudad.

ABC SEVILLA 31-01-1936 página 36

Fallecimiento del poeta cordobés Benigno Íñiguez en Córdoba.

Ayer, jueves, 30 de enero de 1936, a las 10 de la noche, ha fallecido en esta capital el laureado poeta y notable v aplaudido autor dramático don Benigno Iñíguez González.

Su muerte ha causado general sentimiento.

En la actualidad era concejal de este Ayuntamiento de Córdoba.



Vicente Ortí Belmonte

Vicente Orti Belmonte, nace el 8 de diciembre de 1888 en Córdoba.

Fue hijo de Alfonso Ortí Peralta y de Dolores Belmonte Müller, perteneciente a la familia Belmonte.

Su hermano, Miguel Ángel Ortí Belmonte también fue escritor.

Casado con Concepción Alcántara, fueron padres de Mª Piedad y Concepción Ortí Alcántara.

Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid.

Catedrático por oposición de Conceptos de Historia de las Artes.

Director de la Escuela de Artes y Oficios desde el 19 de diciembre de 1934 hasta el 13 de diciembre de 1958, fecha de su jubilación, que simultaneó con la Cátedra de Auxiliar de Letras en el Instituto Nacional de Segunda Enseñanza de Córdoba.

Maestro de Primera Enseñanza y Procurador de los Tribunales.

En 1932 le fue concedida una beca por la Junta para la ampliación de estudios de Arte, que realizó en los Museos de Italia, Francia e Inglaterra.

Académico Numerario desde 1928 de la Real Academia de Córdoba y Correspondiente de las Reales Academias de San Fernando de Madrid y San Jorge de Barcelona.

Pertenece al Centro de Estudios Montañeses de Santander y es miembro de otras entidades culturales.

Fallece en Córdoba el 17 de octubre de 1984.

¡Al pie de aquel monte..!

Al pie de aquel monte sombrío
que al cielo grandeza restaba,
llegamos venciendo
la sarga distancia.

La senda en la cumbre moría;
la cumbre los cielos rasgaba;
la senda era abrupta y, cual sierpe,
por jaras y zarzas
camino se abría
salvando el abismo que al monte cortaba.

Subamos aprisa, dijimos,
que el sol en ponerse no tarda.

Y hollaron tus pies diminutos
aquella pendiente de roca escarpada.

Tus ojos ingenuos,
espejos de un alma serena,
do nunca la vida
dejó leve mancha,
en vano esquivando los míos
su dicha ocultaban.

Tu rostro, rival de aquel cielo
templado de Otoño, con tintas de grana
igual que la puesta del sol se cubría.

¡Oh, tarde de ensueño, de dulce esperanza!
Al viento cargado de olor a tomillo y romero,
tu boca exhalaba
perfumes más puros;
tu boca que guarda
más ricos panales de mieles
que ocultan aquellas montañas;
que a un beso inefable y eterno convida
y es digna de eterna fragancia.

¡Cuán fuerte tu pecho latía
subiendo del monte la falda!

La cumbre tocamos a poco:
silencio solemne reinaba;
tan sólo las hojas que secas caían,
el roce de un ala,
la brisa ligera
moviendo las ramas
de pinos, cipreses
y encinas; la savia
vital que ascendía, nutriendo unos troncos
clavados en rocas peladas,
tan sólo eran signo de vida
perenne y lozana.

Más lejos, aún montes más altos,
sus picos cubiertos de nubes mostraban,
y allí nuestro espíritu
volaba con ansia.

¡Oh, montes, imágenes vivas
de sueños que nunca se sacian!

Al frente, la extensa llanura
con tono de mieses segadas,
al cielo se unía
allá en lontananza;
y vimos brillando en los campos
casitas muy blancas,
y vimos dormir la ciudad a la orilla
del Betis de plácidas aguas.

Ciudades que manos del hombre
cerraron con altas murallas,
las vidas guardáis limitando
las ansías del alma;
la yerba del mal fecundáis
con riegos de sangre y de lágrimas.

¡Ciudades: sois obra del hombre;
sois obras de Dios, oh montañas!

¿Verdad, sueño mío,
que nunca las sendas son ásperas
si a un brazo leal nos cogemos
sintiendo a la dicha ahogar las palabras?

¡Oh, tarde apacible!
¡Divina otoñada!
¡Qué surco tan grande en mi pecho
labraron tus horas tan rápidas…!

Vicente Orti Belmonte



José María Rey

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José María Rey Heredia, nació en Córdoba el 6 de agosto de 1818 en la calle Moriscos.

Comenzó su formación en el antiguo Colegio de Santa Catalina y estudió en el Seminario de San Pelagio, licenciándose en Filosofía y Letras.

Filosofo y buen matemático, impartió clases en los Institutos de Ciudad Real 1844 y, cuatro año más tarde, en el Noviciado de Madrid como Catedrático de Lógica y Psicología.

Como filósofo, se esforzó en propagar las ideas de Kant con un sentido pedagógico para hacerlas comprensibles.

En 1855 comenzó a escribir el libro que le permitió pasar a la posteridad,»Teoría transcendental de las cantidades imaginarias», aunque sólo fue publicado y conocido tras su muerte.

Hombre austero, rehusó de todo tipo de títulos. A pesar de ello, contra su parecer, fue nombrado miembro de la Real Academia de Córdoba.

Fue uno de los más grandes pensadores de la España del siglo XIX.

Rey Heredia sufrió mucho la muerte de su esposa, Teresa Gorrindo, hermana de Rafael Gorrindo, rico comerciante y político.

Su esposa falleció en 1856 y solo cinco años después, el 18 de febrero 1861, con 42 años, falleció Rey Heredia, en el número 12 de la entonces llamada calle del Duque, nombre que sería reemplazado por el de calle Rey Heredia.