Las frases vibrantes de emoción y los nobles impulsos de los penitenciaristas han pasado por muchas poblaciones españolas como un claro río de sentimentalismo que apenas ha bastado a lavar los sillares carcomidos de las cárceles. Y si las voces de los amantes de nuestra reforma penitenciaria, siempre han clamado en el desierto, las protestas de artistas y arqueólogos alguna vez han sido oídas, como en 1893, cuando se suprimió el penal de Palma de Mallorca, establecido en el exconvento de San Francisco, «maravillosa joya del estilo ojival».
Pero otras ciudades no tienen la fortuna de Palma de Mallorca. Y Jaca posee una cárcel del siglo XIII, y el Puerto de Santa María cuenta con un presidio en la basílica de San Juan de Letrán, y Córdoba… Y casi toda España dedica a cárcel los almacenes inservibles, los conventos abandonados, las fortalezas desguarnecidas, los caserones inútiles… como si la salud social, que es la honradez, no necesitase de amplias y ventiladas enfermerías donde curar esos males sociales que se llaman miseria y delito.
Cada día que pasa, el castigo por el castigo pierde terreno, y frente a esta vieja idea (mal por mal) se alza la nueva tendencia de justificar el castigo en nombre de la defensa social y con el objeto de procurar la utilización de los delincuentes. ¿Qué importa recluir en una prisión al reo, si se sabe que al librársele está tan en peligro de cometer delitos como al entrar? Por otra parte, ¡qué inmenso beneficio resultaría para la sociedad, de la conversión de las energías criminales en honradas! El ánimo, el valor, la paciencia, la fuerza de voluntad… empleados en los crímenes ¡qué maravillosas obras producirían si se encauzaran hacia la honradez!.
¿Cómo conseguirlo? Por la educación penitenciaria. El delincuente que trabaja, que recibe una constante instrucción moral y que vive higiénicamente, ha adquirido en la prisión hábitos que con poco esfuerzo conservará, cuando vuelva a la libertad. El que vive én la ociosidad,aprendiendo las fechorías de sus compañeros de reclusión (más admirados cuanto más perversos) y habitando cuadras míseras e infectas, al verse libre volverá sin dificultad a su antiguo modo de existencia.
En España y particularmente en Andalucía, el problema penitenciario no ha de resolverse orientándose hacia la arquitectura celular, costosa e inútil, sino tendiendo a la colonización agrícola. Los dos o tres centenares de reclusos que ocupan el patio y varias míseras cuadras (dormitorios) de la cárcel de Córdoba, costando al Estado y a la provincia una elevada cantidad en manutención y custodia y envilenciéndose con el contacto de sus mutuas impurezas, podrían aspirar a una vida libre, fecunda y honrada si cada día recibiesen la caricia del sol trabajando la feraz tierra de los campos andaluces.
Muy fácil sería de conseguir. Un destacamento penal –que autoriza nuestra legislación– saldría de la prisión de Córdoba para construir lo más indispensable de la colonia agrícola; y una vez edificado esto, se trasladaría lá población penal, que concluiría la obra.
Así la reforma penitenciaria daría un nuevo paso; el Alcázar real de Córdoba se destinaría a objeto más adecuado que lo está; las corporaciones públicas obtendrían ingresos de la colonia, y se habría actuado la hermosa frase francesa: «la redención de la tierra por el hombre y del hombre por la tierra».
Federico Castejón
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