Dice Ganivet, que Séneca, el filósofo cordobés, al explanar su sistema, más que estoico, lleno de naturalidad, de virtud y de bondadosa modestia, no hubo de esforzarse por inventar nada; esto es, por exprimir su intelecto en la busca de máximas, sentencias y juicios filosóficos, sino que se limitó a recoger y dar forma a lo que ya estaba creado, a lo que era característica del medio en el cual se movía y del que fué uno de sus hijos más legítimos, a lo que, en suma, es el carácter y el alma de la tierra cordobesa.
Y si es cierto que las manifestaciones de los hombres de una tierra –sociales, artísticas, religiosas, fisiológicas inclusive– son los modos de expresión de esa tierra en que viven, porque no hacen sino reflejar los gestos y acciones que la naturaleza pone en ella, es indudable que Séneca habló, por Córdoba. Y habló discreto, sereno, sensato, con reposada mesura, con madurez abierta, con sano criterio de bondad, que es la belleza suma, la perfección suma de la naturaleza humana.
Con el mismo criterio con que a Córdoba la consideraron sus fundadores cuando la bautizaron con el nombre por antonomasia más perfecto: Corto-loba, la ciudad buena.
Y fué por acrecentamiento de esta bondad, en que culmina la belleza suma del alma de la tierra, cómo la clara serenidad del alma de Córdoba se perfiló, por copia de sus horizontes, de su ambiente, de todo el espacio de su lugar, en una grácil armonía de lineas y colores. Y su espíritu, al modelarse en ella, adquirió la elegancia suprema de lo definitivo: un acorde de belleza tan extremado que, ya infinitamente, dejó vibrar su alma en la posesión de lo ideal. Y la elevada pureza de éste, hizo que, en correspondencia con la discreta serenidad del alma de la tierra, se mantuvieran ambas en la mayor suma de reposo y de euritmia, en la cumbre de la bondad y la elegancia, copiando sus perfiles y sus vibraciones mutuas, al modo de los cielos que se miran en la linfa pura de las aguas, las que a su vez se tintan de la insondable profundidad serena de los cielos.
El sobrio ideal del alma de Córdoba, aventaja y supera al aticismo heleno.
Es así, como en las manifestaciones mas genuinas del alma de la tierra, en ese sublime florecer de las piedras, que da origen al arte arquitectónico, Córdoba no ha hallado aún su expresión espiritual. Y si, por un momento, algunos elementos florecieron viva y punjantemente –el estilo árabe-cordobés– haciendo gala de genialidad incopiable, el alma de Córdoba que renueva y renace ahora, genuina y legítimamente, piensa más bien, buceando las fuentes más hondas de su espíritu, en una pureza de líneas sobria y fuerte, madura y reposada que, a ser posible, superase al clasicismo griego; algo, en fin, de lo que vagarosamente remueve en nuestras almas la segunda época de Romero de Torres o la serena cadencia de formas de los castos desnudos inurrianos.
Tierra liberal, fecunda y pródiga.
Alma libre, reposada, amante de lo bueno y de lo bello, la que de aquella nace.
Así la tierra de Córdoba, de la que la leyenda turdetana cuenta que tuvo un rey que dió la libertad a los esclavos, cuando en Grecia, liberal y demócrata, todavía Platón consideraba la posesión de un hombre tan legítima como la de un perro o la de una vaca.
Alma en que culmina la claridad y el reposo, como aquel alma romana, tan genuinamente cordobesa, de Lucano y de Séneca; como aquel alma, razonada y discreta, de los Abderramanes, que un día presidieron un concilio de obispos cristianos y quisieron fundir en un soló cauce, puro y poderoso, la religión cristiana y la religión islámica; como aquel alma infinitamente buena y modesta del Gran Capitán, rey de su rey, rey de su siglo; como esa alma, impregnada de gracia espiritual y armoniosa, que se revela en Góngora, en Valera…
¡…Que en este nuevo renacer del alma de Córdoba, neta y genuinamente terrenal y directo, tenga ella por fuentes las fuentes del alma de la tierra cordobesa: gracilidad, armonía, serenidad, reposo…!
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