Los bufos del toreo

Los bufos del toreo

El falso Llapicera

Ahora, ante el espectáculo de los bufos del toreo cuyo triunfo puede tener para toda España un interés realmente intenso y eficaz, la memoria nos ha proporcionado varios recuerdos sueltos acerca de los antecedentes de esta extraña realidad, del hecho insólito de que ¡en las plazas de toros! se permita que la «fiesta nacional» sea puesta en ridículo.

Vamos a consignar los antecedentes expresados, aunque sea brevemente, por el interés que puedan encerrar.

Hace algunos años, conocimos en Córdoba a un ingeniero de personalidad bien definida y simpática. Ocupábase en la apertura de pozos artesianos y dedicaba a la hermosa tarea de dar de beber a la tierra sedienta, de hacer que el agua brotase de la aridez del monte y la llanura, toda la luz del día y también la de su bien iluminada inteligencia. Por la noche solíamos reunirnos en el Café Suizo, Y claro es que esto ocurría en el tiempo en que el asendereado edificio de los señores Putzi no había sido echado abajo para formar la actual y hermosa plaza de las Tendillas, con su admirable Casa de Correos y Telégrafos, etc , etc.

Allí, entretenidos en grata conversación, pasábamos las horas el ingeniero que se ocupaba en perforar la tierra para buscar ol agua vivificadora, y el periodista que se agostaba entregado a la ingrata tarea de explorar las almas en demanda de atención para los problemas públicos.

Rodada fué una vez la conversación hacia un tema de perenne actualidad –la prosperidad de los elementos taurinos y el abandono de las fuerzas intelectuales– y, al llegar a la conclusión inevitable, el ingeniero dijo: tan mal se encuentran los trabajos de la inteligencia y en auge tan extraordinario las empresas de toros que, de persistir esta desigualdad aterradora, sostenida por un pueblo que vive de espaldas a su propia conveniencia, nosotros, los hombres de carrera, tendremos que echarnos a la plaza para disputar la ganancia a los toreros, con la ventaja de que estudiaríamos bien la anatomía de las reses de lidia y dominaríamos la forma en que estas juegan sus fuerzas extraordinarias. Siempre ganaríamos más que buscando agua en la tierra, calcinada por mil sequías, y savia en unos espíritus agotadas por toda clase de desilusiones.

Además, por su aventajada estatura, agilidad y fuerza, el ingeniero hubiera dominado a los toros.

¿Será posible –pensábamos– que llege un día en que los hombres de carrera tengan que echarse a la plaza pare disputar la ganancia a los toreros de ahora?

Otro recuerdo nos asalta: el de los hermanos Borza, acróbatas italo-españoles que incorporaron a su espectáculo de circo, como uno de los números más atrayentes, la celebración de lidias de becerros, con la particularidad de que colocaban las banderillas dando un salto mortal por encima del toro. La agilidad y la gracia del circo ya apuntaban en estas becerradas, que aún no llegaban a ser completamente bufas. Por cierto que, a causa de este cartel de lidiadores, que ellos también sostenían fuera de España, a los Borza les ocurrió en Malta una interesante peripecia. Hallábanse de paseo en los alrededores del «Valet», cuando se vieron sorprendidos por compacto grupo de personas que hacia ellos se dirigía aceleradamente.

Pusiéronse al habla y, como en Malta se usa el italiano por la misma causa que en Gibraltar el español, bien pronto se enteraron los Borza de que solicitaban su concurso, ya que se titulaban lidiadores, para que dominasen a un becerro que se había desmandado y podía causar daños y desgracias en la población .

Rápidamente fueron los Borza por capotes y demás elementos de lidia. El mayor –Humberto– sujetó pronto al novillo, entre los aplausos de la multitud.

Cambió luego el capote por la muleta, se perfiló y, de una certera estocada, hizo que el toro cayese con las patas por alto. El público, sorprendido, dejó de aplaudir, y no fué esto solo, sino que la emprendió, en airada protesta contra el matador. Aquellas buenas gentes no querían que los Borza matasen el novillo, sino que lo llevasen a lugar seguro.

Allí, en aquel pueblo, no había ni una gota de sangre torera. No había ni una gota de sangre torera en aquel pueblo ni en toda Inglaterra, y esto no obstante, el Imperio Británico constituye realmente una sustitución del asombroso mundo español, en el que el sol no se ponía. El Imperio Británico marca su huella en Gibraltar, que por tal causa es la única población de España donde no hay plaza de toros. A los Borza se les quitaron las ganas de llamarse italo-españoles, para denominarse italianos, a secas y limpiamente.

Del dominio de todos son varios edificantes ejemplos del toreo de «gracia», porque no pueden ser fácilmente olvidadas las hazañas del Bolo California el Pavo y otros.

En cuanto al Torero de San Lorenzo, con recordar que los golpes de los toros le hicieron morir de una espantosa enfermedad del pecho, está dicho todo.

Mas no hay que remontarse tanto, porque ahí está, que de unos días es, el caso del Melonero, pobre labriego del Campo de la Verdad,que por unas pesetas –en su vida pudo soñar con ver tantas juntas– se prestó a divertir al público.

Los toros jugaban con él. Lo tiraban por alto, lo recogían, lo volvían a despedir, lo pateaban.

Toda la plaza se reía como una sola persona, como un solo monstruo. ¡Qué gracia! ¡Qué tío más gracioso! ¡Qué diversión!.

Aquel público, formado en su mayoría por obreros, por trabajadores del campo y la ciudad, se reía ante el suplicio de uno de los suyos, de uno del pueblo, de un pobre melonero, quo a cualquier costa quería sacudir la miseria de su vida de pobre.

La verdad era esta: el pueblo se divertía con la desventura de un hombre del pueblo. ¡Qué pena de pueblo que tan regocijadamente aguanta tales gracias!

Sólo un hombre –dicen que estaba bebido– hizo un acto de presencia: el hermano del Melonero que se quiso echar al ruedo para recoger a la pobre víctima.

Al salvar la barrera, lo sujetaron por las manos. El apoyaba los pies en las tablas, encogiéndose como un mono, y en aquella grotesca actitud, ¡él era el único hombre de corazon generoso el único hermano de quien a todos los obreros del campo y la ciudad que allí había debió toner por hermanos!.

La música —una banda militar — tocaba el ¡No me mates! y la gente reía sin parar, un extranjero –de aspecto alemán, pero pueden poner ustedes que fuese inglés o lo que mejor se acomode a sus filias y fobias– asomó por un burladero una máquinita fotográfica y recogió la escena. El extranjero reía también, pero helada, aceradamente.

Al fin, el Melonero fué a la enfermería, pero por su propio pie, aunque sufría una grave cornada a causa de la cual quizá no vuelva a ser hombre en su vida.

¡Qué gracia! ¡Qué diversión!

Resulta, por tacto, que en la «fiesta nacional» cabe la chufla, cabe la mojiganga, como dicen los aficionados, aunque sea de una manera insensata, a expensas de los hombres martirizando a los hombres, que no ya solo a los toros. Resulta quo algunos acróbatas, ágiles y fuertes, habían hecho tanteos para tratarla como un número de circo, con saltos mortales dados por encima del toro. Resulta que se había expresado el intento de dominar el espectáculo, merced a un estudio exacto de la anatomía de los toros y del juego de las fuerzas de estos.

He aquí,resumiendo estos antecedentes, que una buena tarde, varias figuras del circo moderno caen en el viejo circo español para apoderarse del toreo como un numero interesante, a fuerza de ingenio, agilidad y gracia. Son los payasos y los botones del falso Llapisera. Llegan hasta a matar en zancos.

Si las proezas que ellos realizan vestidos de payasos y botones las hicieran con traje de luces, la plaza se vendría abajo. Pero el entusiasmo es poco y la risa escasa. La hostilidad late bajo el espectáculo. Se siente tascar el freno. Es muy grande eso de tomar a broma, de hacer como jugando, aquello que es sangriento, trágico.

Se ve el peligro. Como la cosa resulte y dé dinero, los Llapiseras saldrán enracimanos, ágiles, ingeniosos, con gracia y se llevarán de buena manera el dinero que devoraba la tragedia, no ya de los toros, sino de los hombres echados a los toros.

Ojalá ocurra así, porque los gañanes, los pobres Meloneros, viendo cerrado el camino de la plaza de toros para redimirse, tendrán que buscar el de la escuela, que es lo que se quería demostrar, en bien de todos.

Acaben los espectáculos del Melonero y demás compañeros mártires.

Hermanos andaluces, riamos de buena manera de corazón, con Llapisera o el falso Llapisera; celebremos el ingenio, la agilidad, la gracia e incluso la intrepidez de los artistas del circo moderno que se disponen a apoderase del trágico circo español, mas no celebremos el apenador, el desolador espectáculo de una multitud que se divierte con el dolor y la desgracia de un pobrecillo melonero.

Redacción



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