Los resultados de la enseñanza

Los resultados de la enseñanza

Mucho pudiera y debiera decirse sobre los resultados de la enseñanza, o mejor, sobre los malos resultados de la misma en ciertos alumnos que caminan de fracaso en fracaso; y sobre el mediano efecto útil alcanzado en definitiva, en lo que a su cultura general y al desarrollo de aptitudes para la práctica de la vida se refiere, en otros alumnos que, obteniendo en los exámenes resultados pasables y aún a veces brillantes, no resultan después en condiciones de servirse para la realidad de los conocimientos que demostraron en el examen.

Quizá parte de estos fracasos, menos numerosos de lo que se cree y se dice, por los que son más dados a hablar y escribir que a analizar la verdad y el fondo de lo que afirman, se deban a impericias o a falta de trabajo y buena voluntad de los que tenemos la misión de enseñar; quizá, en parte también, se deban a los pocos meditados planes de estudio, muy recargados de asignaturas y desarrollados en escasísimo tiempo; pero también, en su mayor parte, estos fracasos y esta falta de resultado práctico en los no fracasados, se deban principalmente a dos factores esencialísimos: a la falta de trabajo y aplicación del alumno, que sólo estudia para pasar, como ellos dicen, con contadísimas aunque honrosas excepciones, y al abandono y a la falta de verdadero espíritu educativo de los padres.

Para la mayor parte de éstos, lo secundario es que su hijo estudie o no, que sepa o que no sepa; lo esencial es que apruebe y cuanto antes mejor; y así se ve cada vez en aumento, no obstante las disposiciones coercitivas, bien fáciles por lo demás de burlar, el trasiego de los alumnos de los Institutos, en los que aún resta un poco del prudente y saludable rigor de otras veces, a aquellos otros que las estadísticas señalan como benévolos; trasiego que por pundonor se disimula con diversos pretextos, pero que en el fondo no es más que el anhelo nacional de obtener por favor, yo diría de limosna, lo que no ‘somos capaces o no queremos obtener en justicia; y que lo que se busca en definitiva, no es dónde se enseña más y mejor, sino dónde se aprueba más fácilmente.

Cada vez que un padre matricula a su hijo, no considera que ha adquirido el derecho a que se le enseñe y se le eduque para la vida social, sino que se ha contraído la obligación ineludible de aprobarlo.

Como casi siempre ocurre, se piensa en el derecho, pero se olvida el deber; y al cambiar en su imaginación el derecho a que se le enseñe por el de que se le apruebe, olvida su deber de hacer que trabaje y estudie; y así, una vez cumplida la formalidad de la matrícula, lo abandona a sí mismo hasta la época de los exámenes de fin de curso, como una carta que, una vez franqueada y echada al buzón, ya llegará a su destino; y cuando al final vuelve a recordar que su hijo es estudiante, no es para castigar ni corregir su desaplicación si fracasó, o para pedirle más trabajo si tuvo un éxito mediano, sino para considerar como una ofensa personal, imperdonable, el suspenso que recibió, del que él solo es el único culpable, o un desaire a su persona, el que no haya tenido notas brillantes, si pasó.

A esta lamentable equivocación, contribuye no pocas veces, no sólo el amor propio y hasta la vanidad y siempre el cariño paternal, disculpable, aunque equivocado, sino con harta frecuencia determinados intereses particulares, que buscan, halagando la vanidad paternal, siempre pronta a manifestarse, la disculpa de su ineptitud o de su falta de trabajo, en supuestas severidades o en calumniosas injusticias del catedrático.

Por su parte el alumno, cediendo a la enfermedad nacional de la época, a la falta de actividad para el trabajo ordenado y constante y ¿por qué no decirlo con su nombre? a la holgazanería, estudia lo menos posible, lo extrictamente preciso o indispensable para pasar, para que que no se le pueda dejar sin el aprobado, único sueño y aspiración de todos. Lo que aprende es a la fuerza, a costa, no de su trabajo personal, sino del del catedrático; y eso prendido con alfileres, de tente mientras cobro, o sea de dura mientras apruebo; y no sólo no procura retener lo poco que después de grandes fatigas se consiguió que llegara a saber, creyendo equivocadamente que, una vez conseguido el aprobado, lo mejor es arrojar como cosa inútil lo poco que sabía, sino que hasta los libros en quo lo aprendió, despreciándolos como peso muerto y perjudicial, se deshace de ellos lo antes posible, tirándolos o dándolos; hasta el punto de que la práctica constante nos hace ver que son contadísimos los alumnos que, al llegar al último año del Bachillerato, pueden repasar por sí solos para los ejercicios de reválida, pues la inmensa mayoría no conserva los libros en que estudiaron y sólo un cortísimo número procuran guardarlos para irse formando una pequeña biblioteca que les permita recordar y refrescar los conocimientos y las ideas adquiridas, y que, como todo en la vida, el tiempo acaba por esfumar y extinguir si de vez en cuando no se refresca y regenera.

Obedeciendo a la tendencia general de la holganza, procura el alumno, no sólo trabajar lo menos posible durante el curso en la preparación de sus lecciones para la clase, sino hasta hacer que éstas duren el menor tiempo posible, anticipando las fechas de las numerosas vacaciones, que merman y acortan el curso, dejándolo reducido, de los ocho meses teóricos, a la exigua duración de 157 días; esto es, de cinco meses.

Y lo peor, lo verdaderamente lamentable,es que estas indisciplinas juveniles, precursoras de futuras indisciplinas sociales, pues no hay que olvidar que los alumnos de hoy son los ciudadanos de mañana, encuentran siempre la lenidad y aun la impunidad arriba, por mal entendida benevolencia o por injustificable tolerancia, y la indiferencia egoísta de la sociedad, que critica los defectos, pero que no presta el apoyo moral para corregirlos; y hasta a veces ¡vergüenza me cuesta decirlo! la complacencia o la incitación con el ejemplo de ciertos profesores, muy pocos por fortuna, más atentos a su comodidad o a sus conveniencias que al cumplimiento exacto del deber.

También ha contribuido poderosamente a la falta de trabajo intensivo del alumno, dando lugar a que ya sólo se estudie para salir del día, la en mal hora decretada supresión do los exámenes con tribunal, utopia concebida en beneficio de la pereza intelectual y que en ningún país, entiéndase bien, en ningún país existe semejante cosa, y que sólo en el nuestro ha sido propagada y defendida, hasta conseguir su implantación, por los modernos pseudopedagogos de ocasión que tanto abundan, por desgracia, en la época actual.

Antiguamente entre nosotros, y siempre en todas las naciones en que la enseñanza es una verdad, ante la idea del examen con tribunal, pensando el alumno que había de llegar la hora en que tendría que demostrar que de cuanto estudió y se le enseñó conservaba lo suficiente para tener un concepto claro y concreto, no sólo del conjunto de la asignatura, sino del detalle de sus diferentes partes, hacía un trabajo y una labor más intensos, para que los conocimientos ad-quiridos fueran persistentes y duraderos, pues lo que necesita para tener ilustración y cultura, para estar en condiciones de salir airoso en la lucha de la vida, no es haber sabido, sino saber.

Mientras que ahora, gracias a esas innovaciones modernistas, que digo y repito sólo existen entre nosotros y nada más que entre nosotros, como con un pequeño esfuerzo y una débil atención les basta para que los conocimientos duren hasta salir del día de la lección, estas ideas y estos conocimientos se borran y extinguen rápidamente de su memoria y de su inteligencia, que menos trabajadas, son susceptibles, por otra parte, de menor esfuerzo en un momento dado; y toda la labor del curso desaparece de su espíritu a los pocos días de lograr el aprobado, como la humedad de un terreno arenoso se disipa al más tenue rayo de sol; resultando de aquí que, como tanto en lo intelectual corno en lo material lo superior descansa v se apoya en lo inferior, habiendo olvidado, por falta de impresión intensa, los conocimientos y las ideas aprendidas en los primeros años del bachillerato, al llegar al medio y al final, se encuentran en la imposibilidad de asimilarse los que le corresponden, como un propietario que, al construir un edificio, diera, por economía o por miseria, poca consistencia a los muros interiores, y al ir a construir los pisos superiores, se encontrara ruinosos o desmoronados aquellos que le habrían de servir de apoyo.

Tales son, en mi concepto, las, principales causas del escaso efecto útil alcanzado en muchos alumnos por la enseñanza secundaria, causas que, con un poco de buena voluntad por parte de unos y otros, sería muy facil hacer desaparecer, y entonces, y sólo entonces, saldrían de nuestros Institutos los jóvenes Bachilleres con la sólida instrucción que hoy es preciso para luchar en la vida.

Rafael Vázquez Aroca



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