El vandalismo artístico del siglo XVI
De tantas calles como en Córdoba hay, llenas de alegría, belleza y de ese aroma de los siglos que se llama tradición y leyenda, ninguna habla tánto a la historia de la ciudad como la antiquísima de los Francos, después de la Feria y hoy de San Fernando.
El origen del segundo nombre es tan interesante y poco conocido, que vamos a referir.
A raíz de la reconquista de Córdoba, en el siglo XIII, y quizá antes, en tiempos de moros, en esta calle y al abrigo de la muralla, pusieron sus tiendas unos mercaderes, llamados los francos por su nacionalidad, los cuales le dieron nombre, pero, en breves años, la prosperidad que alcanzaron estos fenicios medievales, como han sido llamados, atrajo nuevos comercios a este sitio, llegando a reunirse tan variados y ricos productos que, como una feria permanente, se calificó aquella exposición de las más bellas mercaderías; calle de la Feria empezaron a llamarla y calle de la Feria ha sido hasta muy recientes días.
Vamos a dar a conocer cómo fué su arquitectura hasta mediados del siglo XVI, época en que, por desgracia, se habla y aplica por primera vez la razón de ornato público como justificativa para demoler las más bellas y típicas construcciones del arte árabe y mudéjar, ofreciendo el singular contraste de que, en los mismos días, el Cabildo o Ayuntamiento escribía una bella página en su historia, trayendo al famoso arquitecto granadino Diego de Siloe para que, con Hernán Ruiz, el cordobés no menos insigne, dirigiese ciertas obras, y pidiendo a las Cortes del Reino que enviasen a Fernando Bustamante de Herrera, «con más sueldo que dé otra ciudad alguna», para que construyese canales que regasen las sedientas heredades e hiciese posible esa aspiración suprema que debe ser troquel de nuestras almas: la navegación del Guadalquivir entre Córdoba y Sevilla.
En el año 1555 empieza una era infausta de varios siglos, durante los cuales el vandalismo artístico se muestra cada vez más pujante en los administradores de la ciudad, y así dejan demoler y saquear los edificios que aún quedaban de Medina Azahara, empiezan a destruirse los adarves, caen las torres y se derriban los ajimeces, pareciendo que se querían secar todas las fuentes de las más bellas leyendas, borrar los sitios de sanas y viriles tradiciones, todo lo que pudiese hablar del pasado y hacernos sentir orgullo por por nuestra gran historia.
La calle de la Feria, por su situación entre la muralla que corría de Norte a Sur de la ciudad, y las tapias del entonces convento de San Francisco, hacía que las edificaciones do toda la acera derecha y las de la parte comprendida entre las calles de Maese Luís y San Francisco, en la izquierda, tuviesen muy pequeña latitud, destinándolas al comercio y vendiéndose en sus aceras, sobre esterillas, todavía a usanza morisca,. los brazaletes y arracadas de filigrana, los borceguíes y chapines bordados; las badanas y cordobanes, con sus vivos dibujos dados a fuego; las monturas y piezas de jaez, siempre influidas por el gusto árabe; las espadas, las dagas y toda la gama de colores en las sedas que se labraban en la hermosa Alcaicería; pero su principal valor provenía de su arrendamiento para que desde ellas fuesen presenciadas las grandes ceremonias y los regocijos populares, tanta grandeza y alegría como allí se ha prodigado.
Estas construcciones, de haberse conservado, constituirían hoy una calle tan típica y bella como dificilmente la habría en parte alguna, por hallarse formada de pilares que le daban aspecto do lonja, los que sostenían uno o dos pisos de fachada calada con varios ajimeces, esos bellísimos ojos de las calles, y desde los cuales se seguían aquellas carreras a pie «desde el pilar de San Francisco a la Corredera», que valían al vendedor una caperuza bordada, una pieza de sarga o una vara de brocado; se veía quebrar lanzas y cañas, correr sortijas, pasar las severas procesiones sobre tapiz de mastranzos, juncias y rosas: las trompetas y atambores de la ciudad; el noble Ayuntamiento, al compás de dulces flautas y chirimías; desfilar los caballeros sobre aquellos famosos potros cordobeses alanes y azabachados, adornados con paramentos de carmesí, vestidos ellos de vellón brocado y púrpura, al cinto la espada con rico tahalí bordado de oro y toda esta alegría y esplendor teniendo por fondo la ubérrima campiña, el joyero de la ciudad, ya viva esmeralda, claro topacio o encendido rubí, bajo el cielo andaluz y la mirada de esa línea de Grecia, dada vida al calor de sangre mora, quo se llama mujer cordobesa.
En 1555, el Cabildo, haciendo uso de una pragmática dada por Doña Juana y Don Carlos en Madrid, a 28 de Junio de 1530, sobre edificios peligrosos, mandó «que se derriben todos los ajimeces que haya en toda esta ciudad de Córdoba y los que se han reedificado después de la data de la provisión de su Magestad».
En vano fué que los particulares y aun algunos caballeros veinticuatros, se opusieron, alegando «que no parece mandar su Magestad derribar los edificios que están sobre pilares, y las casas de la calle de la Feria son muy estrechas y no tienen servicio derrocándose los ajimeces»; el mandato se hizo cumplir «por ornato de la ciudad», y todos los ajimeces de la Carrera del Puente, el Potro, las calles de la Feria, el Salvador, la Espartería y los muchos diseminados en otros sitios, quedaron reducidos a escombros, dando idea de su número el haber estado ocupados durante seis días, en esta obra de destrucción artística, todos los albañiles que se hallaron en la ciudad.
De su antigua arquitectura, apenas si queda a la calle de la Feria vestigio.
Algún amplio balconaje, un sencillo ajimez, embadurnados de cal sus arcos y columna, reducidos sus claros a ventana, pero le perdura su ambiente de puro cordobesismo, de serenidad y placidez, como si la magnificencia, belleza y alegría que en ella derrocharon tantas generaciones, le hubiesen puesto un sello indeleble.
¡Bien hayan los que han dado fin a la era infausta, para bien de los hombres! ¡El florecer de las piedras traerá un florecer del espíritu! ¡El arte hace amar la vida ennobleciendo el alma!
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