Un busto de Fragero

Un busto de Fragero

Interceptando la circulación pública , un limpiabotas se halla sentado sobre la arquilla, precisamente en la puerta de don Agustín Fragero Serrano, de lo que resulta que también molesta al numeroso público que entra y sale de la tienda para adquirir gafas, lentes, postales, etcétera, etcétera y para celebrar al mismo tiempo las inagotables ocurrencias del simpático industrial.

En esto sale, riendo a más no poder, un señor que tiene bien señalado su carácter de hombre serio, incapaz de alterar el gesto corriente ni con la leve sonrisa de un saludo.

El limpiabotas estira el cuello y, metiendo la cabeza en la tienda, como si asomase un matasuegras, dice regocijadamente: ¡No hay quien se le resista, don Agustín! ¡También don Juan, que presume de serio, sale doblado de risa! ¡Y antes se marchó don Pedro, riéndose tanto que se quejaba! ¡Ya no podía más! Yo le llamo barriguita alegre, porque en cuanto se ríe mueve el chaleco como si le hiciesen cosquillas. Fragero, benévolo, da las gracias con un gesto y dice: Bueno, hombre, pero hazme el favor de irte porque estás interceptando la circulación pública, y no vaya a ocurrir que se me pierdan algunas postales de estas que tengo tan cerquita de la puerta.

El limpiabotas, a quien las hambres prematuras han dejado endeble y flaco como un viejo, se retira resignado, en busca de lo ancho de la calle.

A poco, Fragero nota la falta de una serie de postales de Córdoba, caprichosamente colocadas en un abanico hecho exprofeso.

Se indigna, protesta, clama contra los guardias municipales, porque no ejercen la vigilancia debida y, en fin de cuentas, vuelve a sumergirse en su tiendecita para atender a un grupo de extranjeras.

Nueva contrariedad: Fragero no halla medio de en tenderse con ellas. Les enseña postales, lentes, fotografías, relojes… Advierte que las visitantes mudan de idioma, buscando el más comprensible para él, pero todo es inútil.

Harto ya de aquella incomprensible escena de película, en la que todos gesticulan y todos se entienden menos él, Fragero exclama: Pero, señor, ¿por qué aquella gente de la antigüedad daría lugar a lo de Babel? ¿No estaría mejor que todos hablasen como nosotros, tan claro y tan bien?

En esto, un hombre de facha inconfundiblemente andaluza, hasta el punto de que cuando menos se le podía suponer pajaritero, mete la cabeza en la tienda y, sin quitarse el ancho sombrero —quizá porque no sería postizo, de los de quita y pon, sino como una tapadera soldada al puchero, formando una sola cosa con la testa— pregunta entre dientes: ¿Tie usté jilo pa re de corní?

Fragero se queda perplejo: ¡tampoco entiende a aquel hombre, que es de la tierra, indudablemente! Sacando fuerzas de flaqueza, para vencer tantas contrariedades, para no perder la cabeza creyendo que, como un hombre cualquiera de la torre de Babel, ha salido de pronto hablando una lengua tan completamente nueva que nadie le entiende, dice al extraño parroquiano: Pase usted y siéntese ¡y cúbrase, si no es por comodidad!

El otro, que no entiende de cortesías y que no sabe quitarse el sombrero, repite la pregunta, silabeando: ¿Que si tie usté jilo para re de corní? Fragero cae al fin en la cuenta y dice resignadamente: ¿Quiere usted hacer el favor de marcharse de aquí para toda la vida, porque uno de los dos está demás en el mundo?

¿Usted cree que yo voy a tener en esta tienda hilo de redes para cazar codornices?

¿Por qué no?, replica impertérrito el del sombrero, quien retira la cabeza y desaparece.

A poco penetra un mozo de fonda, muy ducho en la fructuosa tarea de acompañar extranjeros.

¡Aquel hombre es su salvación! Fragero se entrega a él en cuerpo y alma.

El mozo entabla un animado diálogo, pronunciado con neto acento de la tierra un cúmulo de palabras extrañas.

Una de las visitantes abre un diccionario de bolsillo y, con gesto de interrogación, le señala una palabra: Siesta.

El intérprete, con aire de sufi-ciencia, responde sin titubear: Eso es una cosa que se duerme.

Nuevo gesto de interrogación en la extranjera, y el mozo que añade en el acto: Ende lar do pa lante.

La del diccionario abre el librito dispuesta a encontrar estas palabras tan castizamente alteradas. Fragero, comprendiendo que aquello no ha de terminar en la vida, mira al intérprete y adopta un aire de cómica resignación, como si dijera: ¿Para cuando serán las muertes repentinas, mal alma, que las entiendes menos que yo, porque todavía no me has dicho qué es lo que quieren?

Con estrépito de caudillo triunfante en descomunal batalla, un guardia municipal irrumpe en la tiendecita. Victoriosamente muestra en la manaza derecha, como si fuera un gorrioncillo, al desmedrado limpiabotas que momentos antes interceptaba el tránsito público en la gradilla de la tienda del señor Fragero. Amarillo como la manteca de Soria, temblando más que un pelele y con los pelos de punta, el pobre era la viva imagen del susto.

El guardia decía a voces: ¡Aquí lo tiene usted! ¡Este es el que le ha robado el abanico de postales! Fragero, indignado por aquella manera de tratar a un gorrioncillo del arroyo, se dirigió al guardia y, sin pensar siquiera lo que hacía, le quitó al muchacho, diciendo: ¡Siempre hacen las cosas al revés: ¡Este no me ha robado nada! ¡Yo le dí el abanico de postales para que lo vendiera por ahí!

Entregó el abanico al muchacho, se fué éste, con el asombro y la alegría pintados en la viva cara de hambre, y el guardia se fué asimismo, mohino y cabizbajo, pensando que también en aquella ocasión se había colado torpemente.

Al momento volvió el muchacho.

Casi llorando, devolvió el abanico de postales, exclamando con voz entrecortada: ¡Don Agustín, perdóneme usted por Dios! ¡Es que tenía hambre y un chavalón me sonsacó para que le quitase a usted el abanico de postales!

Perdona de buen grado Fragero, satisfecho de la piadosa acción, y se pone a charlar regocijadamente con un grupo de amigos. Ahora toca otra cuerda: la necesidad de exaltar el cordobesismo en todas sus formas. Les habla de la industria de la seda, refiriendo que sus hijos tienen muchos gusanos, pero que no podrían seguir el simpático entretenimiento, por falta de morera.

Les habla también de los pájaros, diciendo de los gorriones que los agricultores los matan porque aquellos no saben hablar. Si hablasen dirían: No me mates; es verdad que me he comido un grano de trigo. Tú mismo lo has visto y yo no lo niego, pero es que no te fijas en que te he salvado nueve a causa de los insectos que he matado.

Y así, ocurrente y bueno, ingenioso siempre, Fragero sigue atendiendo a todos, un día y otro; muchos, todos, hasta el punto de que pudiera decirse que a su tienda van los amigos y clientes, más que por adquirir postales, lentes, máquinas fotográficas y relojes, para pasar el rato divertidamente.

He aquí que uno de sus muchos amigos —don Dionisio Pastor Valsero, artista ;de verdad, tan bueno como modesto— le ha hecho un busto de tan admirable parecido que puede ser reproducido al lado del original.

D. Dionisio Pastor Valsero (escultor) y D. Agustín Fragero Serrano, prestigioso óptico que tuvo el negocio en la calle Gondomar.

Esta muestra de afecto y simpa-tía, bien la merece Fragero, quien con ostensible satisfacción recibe generales felicitaciones. Entre estas hubo una que contenía un ligero reparo: está muy bien hecho el busto, pero ya podía D. Dionisio Pastor haber empezado por algún cordobés de fama, como Séneca.

Ante la violen ta comparación, Fragero se sujeta al mostrador, para no caer de espaldas, y replica: Sí, pero el caso es que en mi casa a quien me conocen es a mí y el busto que quieren tener es el mío.

Verdad —arguyó el otro—, pero Séneca representa una civilización entera…

¡Si no lo niego -insiste Frage-ro— ! ¡Si yo quiero mucho a don Lucio Anneo! Y en eso de la civilizacién, supongamos que don Lucio entrase ahora aquí mismo y que yo le dijese, para hacerle los honores: tenga usted este cronómetro, que yo tengo gusto en regalárselo, y entreténgase en mirar estas vistas de Córdoba en el veráscopo, que yo voy a avisar por el teléfono para que nos preparen un automóvil; esta noche iremos al cinematógrafo… Don Lucio se quedaría extrañado: ¡cronómetro, teléfono, automóvil, cinematógrafo!

Ello es que don Dionisio Pastor ha hecho una obra admirable, a la que ha infundido el alma misma del modelo y que esta prueba de amistad hacia un hombre ingenioso y bueno constituye como un anuncio de mayores empresas, en las que según el propósito del alcalde de Córdoba señor Muñoz Pérez —se acometa la reproducción, ya con destino a los jardines de Córdoba, de aquellas cabezas inmortales en las que anidara el genio imperecedero de Séneca, Osio, Averroes, Góngora, Valera…

Redacción



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