¡Al pie de aquel monte..!

¡Al pie de aquel monte..!

Al pie de aquel monte sombrío
que al cielo grandeza restaba,
llegamos venciendo
la sarga distancia.

La senda en la cumbre moría;
la cumbre los cielos rasgaba;
la senda era abrupta y, cual sierpe,
por jaras y zarzas
camino se abría
salvando el abismo que al monte cortaba.

Subamos aprisa, dijimos,
que el sol en ponerse no tarda.

Y hollaron tus pies diminutos
aquella pendiente de roca escarpada.

Tus ojos ingenuos,
espejos de un alma serena,
do nunca la vida
dejó leve mancha,
en vano esquivando los míos
su dicha ocultaban.

Tu rostro, rival de aquel cielo
templado de Otoño, con tintas de grana
igual que la puesta del sol se cubría.

¡Oh, tarde de ensueño, de dulce esperanza!
Al viento cargado de olor a tomillo y romero,
tu boca exhalaba
perfumes más puros;
tu boca que guarda
más ricos panales de mieles
que ocultan aquellas montañas;
que a un beso inefable y eterno convida
y es digna de eterna fragancia.

¡Cuán fuerte tu pecho latía
subiendo del monte la falda!

La cumbre tocamos a poco:
silencio solemne reinaba;
tan sólo las hojas que secas caían,
el roce de un ala,
la brisa ligera
moviendo las ramas
de pinos, cipreses
y encinas; la savia
vital que ascendía, nutriendo unos troncos
clavados en rocas peladas,
tan sólo eran signo de vida
perenne y lozana.

Más lejos, aún montes más altos,
sus picos cubiertos de nubes mostraban,
y allí nuestro espíritu
volaba con ansia.

¡Oh, montes, imágenes vivas
de sueños que nunca se sacian!

Al frente, la extensa llanura
con tono de mieses segadas,
al cielo se unía
allá en lontananza;
y vimos brillando en los campos
casitas muy blancas,
y vimos dormir la ciudad a la orilla
del Betis de plácidas aguas.

Ciudades que manos del hombre
cerraron con altas murallas,
las vidas guardáis limitando
las ansías del alma;
la yerba del mal fecundáis
con riegos de sangre y de lágrimas.

¡Ciudades: sois obra del hombre;
sois obras de Dios, oh montañas!

¿Verdad, sueño mío,
que nunca las sendas son ásperas
si a un brazo leal nos cogemos
sintiendo a la dicha ahogar las palabras?

¡Oh, tarde apacible!
¡Divina otoñada!
¡Qué surco tan grande en mi pecho
labraron tus horas tan rápidas…!

Vicente Orti Belmonte



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