El poder de las almas

Todavía, siempre bella,
te contempla el alma mía
y tu rostro me enamora
todavía.

Ni tus ojos mortecinos
ni tu pálido semblante
adormecen mis amores
un instante.

En tu rostro todo lleno
de dolor y de ternura
ver no puedo la tristeza
que lo apura.

Olvidando de la suerte
las terribles ironías,
yo te admiro con el ansia
de otros días.

Ven, que asido de tu mano,
descarnada y temblorosa,
hoy mis ojos te contemplen
más hermosa.

Que materia tan enferma
no ha perdido la hermosura,
porque dentro tiene un alma
bella y pura.

Jesús Rodríguez Redondo
(a su esposa enferma)

Sospechosos de corbata y cuello

A raiz de toda grande estafa o grande crimen, de todo emocionante delito en cuya perpetración o planeamiento haya intervenido de manera directa algún personaje o ciudadano hasta entonces tenido oficialmente por honrado, admitido en la sociedad y respetado por ella, hombre de valimiento y de prestigio en el comercio de la vida, no faltan nunca almas cándidas que, en nombre del presentimiento, lancen el «había de suceder», ignorando que el hecho es producto de un estado social de cobardía, que a todos, a cual más a cual menos, nos hace cómplices de un delito al que todos contribuimos con la desidia, el frío e incivil encogimiento de hombros o el miedo a dar el aldabonazo que arranque a la sociedad de su consciente y delictuoso letargo.

Realizado el hecho y conocido el autor, es pronto aquietada la indignación que supo producirnos, por la acción anestésica que en nuestros sentimientos produce el por muchos motivos criminal «¡ya está explicado!»; y temiendo tropezar nos recogemos en nuestro egoísmo, ansiando que pase la mala hora y en espera del nuevo sacudimiento criminoso que venga otra vez a arrancarnos aquella cobarde exclamación. Todos vemos la escala de delincuencia y conocemos a los que lenta, pero seguramente, van por ella descendiendo, pero sin que jamás tengamos el gesto cívico de interponernos en su camino y, ya que no entregarlos a la justicia, marcarles en la frente el sello de ignominia, de que son peligrosos para la sociedad, son sospechosos, indocumentados morales.

Esto no debe, no puede suceder, siquiera por egoísmo, por nuestra propia seguridad, como garantía social.

Así como es principio de justicia seguir la pista, analizar la vida, investigar los hábitos, calificar de sospechoso a todo individuo de blusa y alpargatas que, indocumentado, vagabundo merodee en el mismo seno de la sociedad, que sin dedicarse a oficio legal alguno, en absoluto carente de fortuna propia, viva y viva dado al vino, a las mujeres, a toda distracción y a todo vicio, así deben ser llamados sospechosos, deben ser sometidos a investigación en sus vidas y haciendas, deben ser fichados como peligrosos otros muchos, a quienes estrecharnos la mano sólo porque se lanzan a la calle con corbata y cuello y con ropa limpia.

Todos hemos conocido y conocemos y hemos señalado y señalamos con el dedo, sin que nos atrevamos a hacerlo fuera de la privada tertulia, a personas a quienes en ocasiones damos el brazo y nos consta que se hallan en pleno descansillo de la escala de la delincuencia.

Hablamos de que don Fulano tiene tal sueldo —tres mil pesetas, por ejemplo—, y, sin embargo, vive en casa por la que tiene que pagar un alquiler de seis mil reales, pasea en coche, no pierde un espectáculo, tiene dos o tres hijos varones estudiando y algunas hembras siempre lujosamente ataviadas, con sombreros caros y vestidos de seda; en verano acude a algún puerto y se hospeda en hotel de primer orden; dispone de una servidumbre doméstica de tres o cuatro criadas, etc., etc.; y no obstante, sólo posee el sueldo, no tiene otros modos de ingreso, carece de fortuna propia y aún no ha caído en las garras de la usura. ¿Cómo os posible? Aquí la justicia debe investigar y, en su inspección, debe ser auxiliada por todo el que se llame ciudadano.

¿Que es mezclarse y atropellar la vida privada? No, es velar por la sociedad; allí forzosamente se está cometiendo un delito o series de delitos y la sociedad toda debe ayudar a que el culpable reciba una justa sanción.

Hablamos de don Perencejo, que posee un capital único de cinco, diez mil duros; que no se dedica a profesión, oficio, industria o comercio de ninguna clase y, sin embargo, aumenta grandemente su capital, a pesar de que su familia es abundante. Suponemos que aquel capital está dado a réditos, pero lo legal sólo le produciría, en el segundo caso, tres mil pesetas, con las que viviría, pero sin aumentar el capital; lo aumenta, prospera, luego presta con crecido interés, es usurero, es un criminal, está dentro del Código.

Don Perencejo debe ser fichado, debe ser calificado de peligroso, sometido su modo de vida a investigación judicial, y si tras ella resulta comprobada la sospecha, procesado y encarcelado por contraventor de las leyes.

¿Que ello produciría un escandalo? Claro; escándalo, pero de cobardía social. Todos nos quejamos, protestamos contra ciertos hechos que son escarnio de la moral, pero siempre calladamente, para negar más veces que Pedro a Jesús, cuando es llegada la hora, no de los grandes heroísmos, sino de los santos deberes.

Aguantamos, aguantamos y… luego ponemos el inri a tanta estúpida cobardía: «¡Era de esperad!», cuando se descubrió la estafa, el asesinato del usurero, etc. Siempre recordaremos el caso de un empleado del Estado, en un puerto español, que, teniendo un sueldo de 3.500 pesetas, vivía en una regia casa que le costaba 2.500 pesetas y poseía coche propio. Sobrevino el descubrimiento de la estafa, el suicidio, con la ruina de una familia. ¡Todos lo esperaban!

Esto es: todos fueron cómplices.

El asesino de Ferrero ha sido descubierto; quienes le conocían no se han extrañado: «¡tenía que suceder»!, dicen, y nosotros exclamamos: ¡Todos cómplices!.

Redacción



Lo que Córdoba necesita

Árboles

He aquí, lector amigo, lo que quiero que por breves momentos ocupe tu atención: los árboles.

Mas no creas que, al tratar de ellos, voy a hacerlo desde el punto de vista económico o industrial; supongo que tú, lo mismo que yo, conoces el influjo de los árboles en las condiciones generales de las comarcas; que los árboles nos proporcionan maderas, leñas y gran número de productos inmediatos y derivados, susceptibles de variadas aplicaciones a diversas industrias; que sus frutos constituyen un excelente alimento natural y que, preparados por procedimientos adecuados, pueden conservarse para que su consumo se verifique durante todas las estaciones del año, sirviendo también algunos para preparar bebidas, medicamentos y conservas.

Supongo también que sabes que con los árboles se fabrican esas grandes naves que son orgullo de los pueblos, alma y vida del comercio internacional; que con los árboles se construyen las formidables escuadras, salvaguardia de las naciones; que desde que nacemos, el árbol es nuestro constante compañero y protector; que del árbol sale la cuna que nos mece en la niñez; que sobre los árboles están asentados los carriles del tren; que del árbol se hace el mástil en que ondea la bandera roja y gualda; en fin, que el árbol es el amigo más grande y el sostén más fuerte de la Humanidad.

Mas como todo lo dicho, con ser altamente beneficioso a la sociedad, no compendia el papel del árbol, he aquí por qué vamos a ocuparnos del influjo de éste en el saneamiento de los suelos y subsuelos.

Nadie mejor que Chevrel se ha expresado acerca de este asunto: «los árboles —ha dicho— son verdaderos tubos de desagüe, colocados en sentido vertical».

En efecto, en la desecación de los terrenos y en el consumo de los restos orgánicos tiene la arboleda un poderoso influjo, puesto que el agua del suelo y subsuelo es absorbida por las raíces, asciende por el tronco y se distribuye por los tallos y las hojas, para ser difundida por la atmósfera, mediante la transpiración vegetal; por otra parte, el agua cargada de materiales orgánicos cede, a su paso por dichas plantas, las substancias putrefactas, que éstas transforman convenientemente para que sirvan a su nutrición y desarrollo, por lo que resulta que el árbol es un aparato de aspiración y filtración de las aguas estancadas y que evidencia además la ingeniosa comparación de Chevrel.

Además, la acción purificadora del arbolado no sólo depende de este factor, sino de que son verdaderos productores del ozono u oxígeno naciente, de afinidades químicas tan enérgicas, que se comporta como un poderoso medio de destrucción de las materias órgánicas o gérmenes patógenos que se encuentran suspendidos en el aire, como lo prueba el hecho de aumentarse en la atmósfera dichos productos infectos tan pronto como el árbol se desprende de sus hojas.

Dedúcese de lo expuesto, máxime si tenemos en cuenta las condiciones en que en nuestra capital se encuentra el suelo o subsuelo, la necesidad imperiosa de realizar en Córdoba numerosas plantaciones de árboles, principalmente de eucaliptos, para sanear aquéllos.

Es también necesario que los cordobeses todos, sin distinción de partidos, sumen sus esfuerzos para llevar a la práctica los proyectos de saneamiento y mejoras de nuestra ciudad, fruto de la labor en pro de la misma de nuestro digno y culto alcalde, pues son los únicos que pueden sacar a nuestra querida Córdoba del atraso en que se encuentra.

Hagámoslo así y daremos un alto ejemplo de cultura y patriotismo, que redundará en beneficio de todos.

José Sarazá Murcia



Las verdaderas víctimas

Acabarnos de ver una caricatura, de cuyo espíritu se desprende una triste y dolorosa tragedia; tragedia, como todas ellas, desgarradora; como ninguna, plena de dolor y tristeza, por cuanto danzan en ella unos desventurados niños…

El lápiz sarcástico de Máximo Ramos ha sabido darnos una tremenda sensación de dolor y desesperanza al comentar, gráficamente, el crimen cometido en Madrid por ese desdichado seudo-procurador Nilo Saiz de Miguel, de tan reciente cuan desdichada historia.

Con unos trazos maestros, el formidable dibujante nos ofrenda la terrible emoción de la tragedia, o por mejor decir, de sus dolorosísimas consecuencias.

En el dibujo de Máximo Ramos aparece una mujer en actitud de demandar pública limosna, y cubriendo con sus harapos a unos desventurados niños, flor de crimen y espuma de desdichas. Al pie de la composición y luego de adivinar un brevísimo diálogo entre la infeliz y un viandante, se leen estas desgarradoras frases:

De la pobrecita Bélgica, ¿verdad?
—No, señor; de la calle de Preciados
.

La ampulosa publicidad que se está dando al crimen de Nilo Aurelio Saiz de Miguel, cometido en la persona del usurero Manuel Ferrero, nos pone en antecedentes de que el presunto criminal vivía con su familia en la calle de Preciados.

¿Comprende el lector toda la trágica psicología de esa caricatura de Máximo Ramos? Porque en rigor de verdad, las indudables víctimas del horrendo delito cometido por ese desventurado Agente de negocios madrileño, son sus hijos, esos desventuraditos que, apenas nacidos a la vida, apenas iniciados en la dicha inapreciable de vivir, se miran aherrojados por la sociedad y en la tristísima senda de todos los cautiverios y todas las amarguras…

Más que el anciano usurero, son víctimas del crimen de Nilo Aurelio Saiz, los hijos de éste. Aquél pagó con su vida la excesiva confianza que le inspirara el Agente de negocios, con quien andaba no en muy limpios trapicheos, dicho sea con perdón de su memoria. Los hijos del desdichado procurador no han muerto, viven, pero una vida vilipendiosa y con estigma, merced a la maldad de su progenitor.

Más les valiera morir, pues que la sociedad, con su estrecho concepto de la moralidad y con su equivocado modo de juzgar las cosas, habrá de cerrar contra esas infelices criaturitas haciendo un escéptico de cada una, capaz de todas las rebeldías…

Esos desventurados no serán de hoy en adelante, en el público concepto, sino los hijos de un gran criminal . Y no valdrá que sigan la senda del bien y que se capaciten para ser útiles a la sociedad: siempre, eternamente, ésta no tendrá para los infelices otra cara que el desdén, ni más consideraciones que las adecuadas a los hijos de un asesino…

¡Como si los hijos fuesen culpables de las malandanzas de los padres! ¡Como si el estigma pudiera ser transmisible!

Un alto sentimiento de piedad, ingénito en cuantos somos padres, nos hace considerar como únicas víctimas de la tragedia que comentamos, a los hijos del tristemente célebre Nilo Aurelio Saiz de Miguel.

Más que nuestras consideraciones, dicen al sentimiento las trágicas frases del dibujante Máximo Ramos, que volvemos a reproducir como expresión del más profundo y tremendo dolor:

—De la pobrecita Bélgica, ¿verdad?

No, señor; de la calle de Preciados.

Españita



Caras

Pues, señor, una vez fui diputado
por…(No me acuerdo ya; ¡vaya un olvido)
(me eligieron… ¡También se me ha olvidado!)

¡La única vez que diputado he sido,
(provincial solamente) y mi memoria
no recuerda ni el pueblo ni el partido.

Pero, en fin, yo triunfé; fué la victoria
dechado de vulgar ramplonería;
no tuve oposición, tal es la historia.

Eran cuatro los puestos, tres había
frente a nosotros y los tres salieron,
y yo en cuarto lugar… ¡si triunfaría!

Dicen que tales elecciones fueron
un triunfo de mis correligionarios…
Triunfaron… es verdad, mas no vencieron.

Son tan ramplones y tan ordinarios
estos asuntos, que sinceramente
me producen horror sus comentarios.

A la mañana a mi elección siguiente,
noté, con relación a mi persona,
un cambio en la conducta de la gente;

y aparte de tal cual risa burlona,
tan esperada como merecida,
que el discreto al Quijote no perdona,

se me acercó una cara conocida
a darme la triunfal enhorabuena
por la enorme victoria conseguida;

y otras, y otras después, y una docena,
que recibí admirado y a pie quieto,
como el que sufre humilde una condena.

¡Cuánta amabilidad, cuánto respeto!
¡Qué consideración inesperada!
¡Qué de advertencias dichas en secreto!

Y el resumen final de la jornada,
fué convencerme yo que hasta ese instante
para aquellos señores no era nada.

—Un claro libro abierto es el semblante
en que lo más oculto se refleja,
aunque el alma se oponga vigilante.

Cruza la mente el pensamiento, y deja
su ráfaga de luz, de sombra, acaso,
que al enemigo avisa y aconseja;

y en peligroso y decisivo paso,
un gesto solo fué advertencia clara,
salvándome el instinto del fracaso.

La maldad, con virtudes se enmascara
y se embebe en el bien y disimula,
pero siempre y por fin sale a la cara.

Muchas veces el rostro del que adula,
contra su servilismo se rebela,
y con los ojos lo que dice anula.

A éste, que el bien del prójimo desvela,
cuando a felicitarle se aproxima,
con el calor de sus palabras, hiela.

Y tan inútil es la pantomima,
que el odio disfrazado de cariño,
besa de una manera que lastima.

Los rincones del rostro no escudriño,
pues la impresión me da de lo que oculta
a pesar del esmero y del aliño.

Quien minuciosamente lo consulta,
con cuidadoso análisis, no sabe
cuánto lo que persigue dificulta:

que en el rostro, un momento está la clave
si no la logra la impresión primera,
difícil es que por lograrla acabe.

—Y no es sólo el amigo, pues cualquiera
que nos mira, al pasar, por un momento,
deja en nosotros su impresión sincera;

nos hiere con su mismo sentimiento,
que en su rostro, ya alegre, ya ceñudo,
brilla como una luz su pensamiento.

Fugaz conversación, diálogo mudo;
amor y enemistades conseguidas
en el espacio breve de un saludo;

personas despreciadas o queridas
porque una sola vez, quizá, las vimos,
y siguen influyendo en nuestras vidas.

Y de ese mundo anónimo sentimos
las mismas impresiones punzadoras
que en el mundo de afectos que vivimos;

y, en mal o en bien, ocupan nuestras horas;
y, aunque desconocidas, son amantes,
enemigas, esclavas o señoras.

Espíritus callados, vigilantes,
que rozan sin cesar nuestro camino
con fines diferentes y distantes;

en la lucha del mundo peregrino
que se encuentra con otro y se separa
ignorando su rumbo y su destino,

pero antes de partir recibe clara
la síntesis de un ser, de una existencia,
en la expresión viviente de una cara;

relámpago de luz y de inocencia
en el que libre, indómita y salvaje
se ofrece tal cual es nuestra conciencia,

y sin la horrible traba del lenguaje,
es noblemente altiva o lisonjera,
franca para el elogio y el ultraje.

—La verdad, peligrosa por sincera,
se ve en la frente y en los ojos brilla,
mucho más que el espíritu quisiera.

Llegó un amigo a ser mi pesadilla
porque en su rostro, a veces, vislumbraba,
y eso que su expresión era sencilla,

una luz o una sombra que pasaba,
y aunque en el trato atento fué conmigo,
yo siempre, al saludarle, vacilaba.

Y por fin me engañó; pero bendigo
el engaño que en bien los males trueca;
el mal amigo es ya buen enemigo.

—A ese de frase doctoral y hueca
que en la meditación se halla suspenso,
sin otro mundo que la biblioteca,

lo que he de hablarle con cuidado pienso,
pues solamente me contesta acorde
si su elocuencia y su saber incienso.

—Y a este envidioso, ¿quién habrá que aborde?
¡Qué rabiosa expresión en el saludo,
que si no es una ofensa, está en el borde!

Y cual hoy, siempre así: triste, ceñudo,
y me odia a muerte, por alguna cosa
que yo logré, pero él lograr no pudo.

—Hay cara tan atenta y cariñosa,
y saluda tan bien, tan elegante,
y a todo se anticipa afectuosa,

y oye vuestras palabras anhelante,
sin olvidar un tilde, una sonrisa,
que más que abrumadora es asfixiante.

—¿Y la de aquél que siempre está deprisa,
y nunca llega a punto a su destino,
y cuando desde lejos nos divisa.

sin dejar de seguir por su camino,
con los ojos y a voces nos increpa
y el secreto nos dice del vecino?

—Nada sucederá que éste no sepa
y a referirlo, misterioso, acude:
da la noticia y un olor que trepa.

—¿Saluda? ¡Santo Dios, que no salude!
¿Está amable…? Es que viene por dinero,
y entre él y cinco duros no hay quien dude.

—Eterna historia: al sabio, al majadero,
al más noble señor como al villano,
al rico poderoso, al pordiosero,

se les ve lo que esconden, de antemano,
pues en el rostro, a la impresión primera,
sale siempre la sombra de un gusano.

—;Ven, mentira piadosa y hechicera,
maga gentil, y oculta con un velo
lo que el rostro ocultar también quisiera!

¿Qué me añade de gusto y de consuelo,
ver la envidia en el brillo de unos ojos,
saber que es aire, y nada más, el cielo?

Si a la postre serán tristes despojos
las pupilas que hoy son nuestra tortura,
las tersas frentes y los labios rojos,

¿no es una aberración y una locura
que por profundizar siempre en el pecho,
halle el alma su propia desventura?

Si me brindáis amor, ¿con qué derecho
en que es engaño y falsedad me obstino,
de vuestras intenciones en acecho?

A Dios gracias, tan corto es el camino,
que las mentiras sirven de equipaje,
y antes que se descubran, imagino
que he de llegar al fin de mi viaje.

Benigno Iñiguez



¡Al pie de aquel monte..!

Al pie de aquel monte sombrío
que al cielo grandeza restaba,
llegamos venciendo
la sarga distancia.

La senda en la cumbre moría;
la cumbre los cielos rasgaba;
la senda era abrupta y, cual sierpe,
por jaras y zarzas
camino se abría
salvando el abismo que al monte cortaba.

Subamos aprisa, dijimos,
que el sol en ponerse no tarda.

Y hollaron tus pies diminutos
aquella pendiente de roca escarpada.

Tus ojos ingenuos,
espejos de un alma serena,
do nunca la vida
dejó leve mancha,
en vano esquivando los míos
su dicha ocultaban.

Tu rostro, rival de aquel cielo
templado de Otoño, con tintas de grana
igual que la puesta del sol se cubría.

¡Oh, tarde de ensueño, de dulce esperanza!
Al viento cargado de olor a tomillo y romero,
tu boca exhalaba
perfumes más puros;
tu boca que guarda
más ricos panales de mieles
que ocultan aquellas montañas;
que a un beso inefable y eterno convida
y es digna de eterna fragancia.

¡Cuán fuerte tu pecho latía
subiendo del monte la falda!

La cumbre tocamos a poco:
silencio solemne reinaba;
tan sólo las hojas que secas caían,
el roce de un ala,
la brisa ligera
moviendo las ramas
de pinos, cipreses
y encinas; la savia
vital que ascendía, nutriendo unos troncos
clavados en rocas peladas,
tan sólo eran signo de vida
perenne y lozana.

Más lejos, aún montes más altos,
sus picos cubiertos de nubes mostraban,
y allí nuestro espíritu
volaba con ansia.

¡Oh, montes, imágenes vivas
de sueños que nunca se sacian!

Al frente, la extensa llanura
con tono de mieses segadas,
al cielo se unía
allá en lontananza;
y vimos brillando en los campos
casitas muy blancas,
y vimos dormir la ciudad a la orilla
del Betis de plácidas aguas.

Ciudades que manos del hombre
cerraron con altas murallas,
las vidas guardáis limitando
las ansías del alma;
la yerba del mal fecundáis
con riegos de sangre y de lágrimas.

¡Ciudades: sois obra del hombre;
sois obras de Dios, oh montañas!

¿Verdad, sueño mío,
que nunca las sendas son ásperas
si a un brazo leal nos cogemos
sintiendo a la dicha ahogar las palabras?

¡Oh, tarde apacible!
¡Divina otoñada!
¡Qué surco tan grande en mi pecho
labraron tus horas tan rápidas…!

Vicente Orti Belmonte



Fecundidad andaluza

El ABC daba cuenta hace unos días del caso de un español, gallego de origen, que regresa de América, donde fué soltero, acompañado de la última de sus esposas y de una legión de hijos y de nietos, en número que no recuerdo, pero que sin duda pasaba de doscientos:

El expresado diario de la Corte comentaba con asombro semejante caso de multiplicación de la especie. La lectura de tal noticia nos recordó un documento curioso, que hace tiempo, encontramos en el archivo de la parroquia de San Lorenzo, de Sevilla, y que vamos a reproducir.

Trátese de una partida de defunción, encontrada al azar, cuando buscábamos datos bien distintos a estos a que el documento se refiere.

Al folio 200 del Libro de Entierros, que comienza en el año de 1761, hay un asiento que dice así:

«En diez de Noviembre de 1788 años, los beneficiados de ésta Iglesia enterraron en ella, en la bóveda de los sacerdotes, el cuerpo del Licenciado don Juan Manuel Montiel, Ramírez Bustamante, Calderón de la Barca, capellán de ésta Iglesia y de edad de ciento veintiún años.

Hizo testamento ante José Ortiz, Escribano público de ésta Ciudad y después codicilo ante Miguel Portillo.

Se le dijo vigilia y misa de cuerpo presente; y por ser digno de memoria, se pone lo siguiente: Fue casado seis veces; tuvo cuarenta y dos hijos legítimos y diez y nueve bastardos conocidos; era de venerable presencia y muy capaz; cuando murió a los expresados 121 años de edad estaba componiendo un libro de alabanzas a Nuestra Señora, y de diecisiete años otros diferentes; fué alguacil mayor de éste Arzobispado; novicio de San Juan de Dios; navegó por muchos años; sabía perfectamente siete idiomas; fué mayordomo de las monjas de Santa Ana; luego Escribano de Cámara de esta Real Audiencia; Notario mayor de la orden de San Juan de Jerusalén; se ordenó de sacerdote a los noventa y nueve años de edad; celebró misa hasta el fin de sus días, y murió de una calda».

José María Rey



La razón del analfabetismo

Era en Filipinas, durante la dominación española, creencia muy arraigada, y defendida aún por las autoridades superiores, «que a los indios indígenas no debía enseñárseles ni la instrucción primaria, fundándose en que en tanto permaneciesen ignorantes e imbecilizados se les podía gobernar con facilidad; pero que en cuanto adquiriesen alguna cultura, se perdería el país».

Sin duda alguna, nuestros gobernantes, afianzados a esta teoría de negación civilizadora, observan la misma creencia del anterior enunciado para poder regir mejor los destinos de la nación, convencidos y temerosos de que, tan pronto consiga estar culturirizada, no ha de consentir en ser gobernada a la manera como lo está; y así se perdió Filipinas cuando aprendieron sus naturales las nociones de la dignificación, que en España, en el pueblo llano, aún se desconocen.

Esta es la explicación que nos damos del por qué siguen y se sostienen sin proveer las «diez mil escuelas» y «veinticinco mil maestros» que se necesitan en España para completar el número que asignó la ley de 9 de Septiembre de 1857: para poder gobernar con más facilidad, como a los indios de Filipinas, teniéndolos en la ignorancia.

Mas como en buena lógica no hay premisa verdadera sin su consecuencia, se deduce que, eligiendo los pueblos con los sufragios de sus votos en los comicios a los gobernantes, si los gobernados de las capas inferiores sociales carecen de las nociones de instrucción, por ser, en gran proporción, como en España, analfabetos, siendo estos, por esta inferior condición iguales en todas partes, lo mismo en Europa que en Africa; en el Congo, los jefes de los Gobiernos se convierten, «per se», en jefes de admires, de cabilas o de tribus, sin distinción alguna de Abd-el-Káder, Ben Mojatar. Abd-el-Gafur o Abd-el-Lah; y como el derivado de inculto es sinónimo de salvaje, de ahí que las naciones que aún cuentan en grandísimo número los que por no saber firmar ponen unas aspas, que es el signo prehistórico del primitivo nomadismo; esa parte de los habitantes está por civilizar.

Es vulgar, por lo sabido, que en esta hermosa, selvática, agreste y montaraz Andalucía, son muchísimos e innumerables los pueblos muy grandes, y aún capitalitas, que no sólo no tienen la mitad de las escuelas necesarias y que corresponden en proporción a su densidad de vecindario, sino, lo que es peor, que, como dice el cantar de la «Málaga, ciudad bravía, —que entre antiguas y modernas—, cuenta con diez mil tabernas —y nin-guna librería—; «el peor» de todos los negocios es el de las artes gráficas o comercio de libros, y que son contadísimos los que escriben alguno que no pierdan el tiempo y el dinero por falta de lectores, acusando el estado de «parálisis mental» que padecemos, y así se confirma la creencia —repetimos— de que se gobierna más facilmente y mejor el país cuanto más inconsciente e ignorante esté.

El ramo de instrucción pública, que en otro tiempo fué sólo una Sección del ministerio de Fomento, y aún podía continuar para lo que hace siendo un Negociado solamente, puesto que, según confiesan sus mismos funcionarios envidiados, son los servicios más cómodos, holgados y de menos que hacer que todos los demás servicios del Estado, se constituyó en ministerio independiente para justificar de alguna manera el aumento de un consejero de la corona y el gasto de una cartera que nunca dió gran traba a su personal.

La única Escuela que en España ha prosperado más que las de Aristóteles, de Pitágoras y de lodos los demás Centros docentes de instrucción, fue la Escuela nacional de tauromaquia sevillana, creada por real orden de su majestad el rey don Fernando VII, cuya estatua en bronce aún perdura erigida y esbelta a través del tiempo en los jardines reservados de San Telmo, y para cuyos gastos fué preciso «suprimir en compensación la Universidad más antigua y gloriosa, de fama mundial», cuya Academia Taurina, a pesar del poco tiempo que existió, graduó de doctores a un centenar de aprovechados «alumnos», desde Cúchares, Montes, Cayetano Sanz, el Chiclanero. Pepe-Hillo, y otros, siguiendo aún, por herencia, predominando su influencia en la región y en toda la nación.

Por si aún era esto poco, la pluma de oro del escritor den Vicente Blasco Ibáñez, trasladando su famosa novela «Sangre y arena» a la película cinematográfica, va a recorrer el resto del mundo en que aún no se conozca ni se haya presenciado nuestra fiesta nacional.

En estos días ha publicado la Prensa la nota de carácter cultural de que el ministro de Hacienda proyecta y se propone crear un elevado impuesto especial sobre las ganaderías de reses bravas;’ pero seguramente no podrá realizarlo por la influencia de los próceres ganaderos que patrocinan y fomentan el toreo, señores duques de V. y de T.; marqueses de Santa C. y Santa M., de G. y de S.; conde de I.; señor don A. M., gran amigo de M. y otros, todos los cuales harán que fracase el «intento de descabello» y quede todo como está, y si no, al tiempo.

La única nota simpática en esta cuestión entre la instrucción y el toreo, se ha dado en Sevilla, con la fundación de los grupos de escuelas de la Macarena, de Triana y de San Bernardo, precisamente de los tres barrios más toreros de Sevilla, como protesta contra la taurolatría, poniendo en cada uno de ellos un Centro de enseñanza y de cultura, y aún se completaría edificando otro grupito escolar en el paseo de Colón, junto a la plaza de toros, que si faltan diez mil escuelas y veinticinco mil maestros, según la ley, en cambio, hay sólo en Sevilla veinticinco ganaderías de reses bravas y treinta y ocho matadores de toros de cartel, y váyase lo uno por lo otro.

Manuel Rabadán



Un busto de Fragero

Interceptando la circulación pública , un limpiabotas se halla sentado sobre la arquilla, precisamente en la puerta de don Agustín Fragero Serrano, de lo que resulta que también molesta al numeroso público que entra y sale de la tienda para adquirir gafas, lentes, postales, etcétera, etcétera y para celebrar al mismo tiempo las inagotables ocurrencias del simpático industrial.

En esto sale, riendo a más no poder, un señor que tiene bien señalado su carácter de hombre serio, incapaz de alterar el gesto corriente ni con la leve sonrisa de un saludo.

El limpiabotas estira el cuello y, metiendo la cabeza en la tienda, como si asomase un matasuegras, dice regocijadamente: ¡No hay quien se le resista, don Agustín! ¡También don Juan, que presume de serio, sale doblado de risa! ¡Y antes se marchó don Pedro, riéndose tanto que se quejaba! ¡Ya no podía más! Yo le llamo barriguita alegre, porque en cuanto se ríe mueve el chaleco como si le hiciesen cosquillas. Fragero, benévolo, da las gracias con un gesto y dice: Bueno, hombre, pero hazme el favor de irte porque estás interceptando la circulación pública, y no vaya a ocurrir que se me pierdan algunas postales de estas que tengo tan cerquita de la puerta.

El limpiabotas, a quien las hambres prematuras han dejado endeble y flaco como un viejo, se retira resignado, en busca de lo ancho de la calle.

A poco, Fragero nota la falta de una serie de postales de Córdoba, caprichosamente colocadas en un abanico hecho exprofeso.

Se indigna, protesta, clama contra los guardias municipales, porque no ejercen la vigilancia debida y, en fin de cuentas, vuelve a sumergirse en su tiendecita para atender a un grupo de extranjeras.

Nueva contrariedad: Fragero no halla medio de en tenderse con ellas. Les enseña postales, lentes, fotografías, relojes… Advierte que las visitantes mudan de idioma, buscando el más comprensible para él, pero todo es inútil.

Harto ya de aquella incomprensible escena de película, en la que todos gesticulan y todos se entienden menos él, Fragero exclama: Pero, señor, ¿por qué aquella gente de la antigüedad daría lugar a lo de Babel? ¿No estaría mejor que todos hablasen como nosotros, tan claro y tan bien?

En esto, un hombre de facha inconfundiblemente andaluza, hasta el punto de que cuando menos se le podía suponer pajaritero, mete la cabeza en la tienda y, sin quitarse el ancho sombrero —quizá porque no sería postizo, de los de quita y pon, sino como una tapadera soldada al puchero, formando una sola cosa con la testa— pregunta entre dientes: ¿Tie usté jilo pa re de corní?

Fragero se queda perplejo: ¡tampoco entiende a aquel hombre, que es de la tierra, indudablemente! Sacando fuerzas de flaqueza, para vencer tantas contrariedades, para no perder la cabeza creyendo que, como un hombre cualquiera de la torre de Babel, ha salido de pronto hablando una lengua tan completamente nueva que nadie le entiende, dice al extraño parroquiano: Pase usted y siéntese ¡y cúbrase, si no es por comodidad!

El otro, que no entiende de cortesías y que no sabe quitarse el sombrero, repite la pregunta, silabeando: ¿Que si tie usté jilo para re de corní? Fragero cae al fin en la cuenta y dice resignadamente: ¿Quiere usted hacer el favor de marcharse de aquí para toda la vida, porque uno de los dos está demás en el mundo?

¿Usted cree que yo voy a tener en esta tienda hilo de redes para cazar codornices?

¿Por qué no?, replica impertérrito el del sombrero, quien retira la cabeza y desaparece.

A poco penetra un mozo de fonda, muy ducho en la fructuosa tarea de acompañar extranjeros.

¡Aquel hombre es su salvación! Fragero se entrega a él en cuerpo y alma.

El mozo entabla un animado diálogo, pronunciado con neto acento de la tierra un cúmulo de palabras extrañas.

Una de las visitantes abre un diccionario de bolsillo y, con gesto de interrogación, le señala una palabra: Siesta.

El intérprete, con aire de sufi-ciencia, responde sin titubear: Eso es una cosa que se duerme.

Nuevo gesto de interrogación en la extranjera, y el mozo que añade en el acto: Ende lar do pa lante.

La del diccionario abre el librito dispuesta a encontrar estas palabras tan castizamente alteradas. Fragero, comprendiendo que aquello no ha de terminar en la vida, mira al intérprete y adopta un aire de cómica resignación, como si dijera: ¿Para cuando serán las muertes repentinas, mal alma, que las entiendes menos que yo, porque todavía no me has dicho qué es lo que quieren?

Con estrépito de caudillo triunfante en descomunal batalla, un guardia municipal irrumpe en la tiendecita. Victoriosamente muestra en la manaza derecha, como si fuera un gorrioncillo, al desmedrado limpiabotas que momentos antes interceptaba el tránsito público en la gradilla de la tienda del señor Fragero. Amarillo como la manteca de Soria, temblando más que un pelele y con los pelos de punta, el pobre era la viva imagen del susto.

El guardia decía a voces: ¡Aquí lo tiene usted! ¡Este es el que le ha robado el abanico de postales! Fragero, indignado por aquella manera de tratar a un gorrioncillo del arroyo, se dirigió al guardia y, sin pensar siquiera lo que hacía, le quitó al muchacho, diciendo: ¡Siempre hacen las cosas al revés: ¡Este no me ha robado nada! ¡Yo le dí el abanico de postales para que lo vendiera por ahí!

Entregó el abanico al muchacho, se fué éste, con el asombro y la alegría pintados en la viva cara de hambre, y el guardia se fué asimismo, mohino y cabizbajo, pensando que también en aquella ocasión se había colado torpemente.

Al momento volvió el muchacho.

Casi llorando, devolvió el abanico de postales, exclamando con voz entrecortada: ¡Don Agustín, perdóneme usted por Dios! ¡Es que tenía hambre y un chavalón me sonsacó para que le quitase a usted el abanico de postales!

Perdona de buen grado Fragero, satisfecho de la piadosa acción, y se pone a charlar regocijadamente con un grupo de amigos. Ahora toca otra cuerda: la necesidad de exaltar el cordobesismo en todas sus formas. Les habla de la industria de la seda, refiriendo que sus hijos tienen muchos gusanos, pero que no podrían seguir el simpático entretenimiento, por falta de morera.

Les habla también de los pájaros, diciendo de los gorriones que los agricultores los matan porque aquellos no saben hablar. Si hablasen dirían: No me mates; es verdad que me he comido un grano de trigo. Tú mismo lo has visto y yo no lo niego, pero es que no te fijas en que te he salvado nueve a causa de los insectos que he matado.

Y así, ocurrente y bueno, ingenioso siempre, Fragero sigue atendiendo a todos, un día y otro; muchos, todos, hasta el punto de que pudiera decirse que a su tienda van los amigos y clientes, más que por adquirir postales, lentes, máquinas fotográficas y relojes, para pasar el rato divertidamente.

He aquí que uno de sus muchos amigos —don Dionisio Pastor Valsero, artista ;de verdad, tan bueno como modesto— le ha hecho un busto de tan admirable parecido que puede ser reproducido al lado del original.

D. Dionisio Pastor Valsero (escultor) y D. Agustín Fragero Serrano, prestigioso óptico que tuvo el negocio en la calle Gondomar.

Esta muestra de afecto y simpa-tía, bien la merece Fragero, quien con ostensible satisfacción recibe generales felicitaciones. Entre estas hubo una que contenía un ligero reparo: está muy bien hecho el busto, pero ya podía D. Dionisio Pastor haber empezado por algún cordobés de fama, como Séneca.

Ante la violen ta comparación, Fragero se sujeta al mostrador, para no caer de espaldas, y replica: Sí, pero el caso es que en mi casa a quien me conocen es a mí y el busto que quieren tener es el mío.

Verdad —arguyó el otro—, pero Séneca representa una civilización entera…

¡Si no lo niego -insiste Frage-ro— ! ¡Si yo quiero mucho a don Lucio Anneo! Y en eso de la civilizacién, supongamos que don Lucio entrase ahora aquí mismo y que yo le dijese, para hacerle los honores: tenga usted este cronómetro, que yo tengo gusto en regalárselo, y entreténgase en mirar estas vistas de Córdoba en el veráscopo, que yo voy a avisar por el teléfono para que nos preparen un automóvil; esta noche iremos al cinematógrafo… Don Lucio se quedaría extrañado: ¡cronómetro, teléfono, automóvil, cinematógrafo!

Ello es que don Dionisio Pastor ha hecho una obra admirable, a la que ha infundido el alma misma del modelo y que esta prueba de amistad hacia un hombre ingenioso y bueno constituye como un anuncio de mayores empresas, en las que según el propósito del alcalde de Córdoba señor Muñoz Pérez —se acometa la reproducción, ya con destino a los jardines de Córdoba, de aquellas cabezas inmortales en las que anidara el genio imperecedero de Séneca, Osio, Averroes, Góngora, Valera…

Redacción



Impresiones de Córdoba

Al escribir estas lineas, paréceme que aún escucho las voces argentinas, las piadosas y galantísimas frases que fueron para mí como un rocío que refrescó las tristes arideces de mi vida. Vuelvo a experimentar las impresiones que agitaron mi pecho durante una excursión al legendario castillo de Almodóvar. Fueron aquellas impresiones tan profundas y bellas, que siempre, siempre habré de recordarlas con indecible júbilo.

Sugestiva en extremo resulta desde lejos la gigantesca mole del castillo que allá, en lo alto, semeja una atalaya formidable, un avanzado centinela que siempre está velando el dulce sueño de la hechicera Córdoba. Y ya en el interior del edificio, recorriendo sus patios, descendiendo a su cueva misteriosa y ascendiendo a sus torres majestuosas; instalándose en la histórica Torre del Homenaje, desde cuya altura se contempla un hermoso panorama: el cielo, de un azul esplendoroso; el dilatado valle cubierto de verdura que sonríe; el caudaloso Guadalquivir, que corre acariciando con plácidos rumores las bellezas del cielo y de la tierra. A los pies del coloso ríe también el blanco caserío —bandada de palomas—, de un pueblo laborioso, y allá, lejos, muy lejos, se contemplan horizontes brumosos, alturas que se pierden entre la niebla que parece hablarnos de lejanas grandezas, del pasado esplendor do la romántica, de la doliente Córdoba,que hoy sueña con una extraña vida.

En las alturas del castillo, en una de sus torres gigantescas, volqué la urna de mis sentimientos para rendir un homenaje de simpatía, de admiración y gratitud a las almas ardientes y soñadoras —almas de artistas—, que habían transformado mis tristezas en los goces más íntimos, en los goces de un espíritu errante que se ha sentido huérfano y de pronto se siente acompañado, siente los aleteos de otros espíritus iluminados con los resplandores del Arte excelso; espíritus que me alentaron con sus palpitaciones y me prestaron la fuerza de sus alas para ascender con ellos al cielo de los grandes ideales.

En la torres del castillo de Almodóvar, en aquellas alturas que me acercaron a la esplendente cumbre de las noblezas y gallardías de las almas. que consolaron mis amarguras; en aquella alta cumbre creí escuchar las vibraciones de un himno majestuoso, cantado allá, en los bosques milenarios, en las selvas dolientes de la América Española.

Y creí que en mi frente palpitaban los besos de mi Patria infortunada, en la forma de brisas impregnadas en el perfume de losjardines de otra Córdoba inolvidable, la Córdoba que allá en el ensangrentado suelo mejicano, en los vergeles veracruzanos, ostenta, como esta Córdoba divina, galas esplendorosas.

Después de aquellas horas de intensa vida, vienen otros instantes de halagadoras, de hondas evocaciones; instantes que podríanse llamar de dulce felicidad.

Es allá, en el seno piadoso de un hogar tranquilo que se ha transformado en un templo del Arte; allá, en un rinconcito de cielo donde todo es delicado, espiritual y bello; es allí, donde el alma de un piano acariciado por las manos de un ángel, me hace escuchar las quejas dolorosas, los suspiros y los sollozos del alma enferma de Chopín, de aquel divino soñador, de aquel ardiente y pálido visionario que cruzó por la vida buscando un imposible.

Y ante las vibraciones de aquella Música de dolor y de ternura, de listeza y de amor incomprendido, sentí de nuevo palpitar en mi alma los jirones de muertos ideales, y me interné en la vida del ensueño, la vida del recuerdo, esa segunda vida de los que no tenemos ya el derecho de llamar a las puertas de la felicidad, sino el triste derecho de acariciar la sombra de lo que ya se ha ido y no volverá nunca.

Horas de idealidad encantadora que me disteis dulcísimo consuelo: ¡nunca os podréis borrar de mi memoria!

¿Y qué decir de aquellos inolvidables instantes, de aquella noche en que creí que algo sobrenatural conmovía mi alma, perdida en la penumbra misteriosa de la Mezquita de Córdoba? En los primeros momentos sentí una imperiosa necesidad de callar, de admirar en silencio aquel cuadro estupendo, la severa suntuosidad de aquel sagrado recinto donde se escucha el eco de los siglos pasados; donde parece que aún luchan dos épocas, dos razas, dos religiones que se disputan la posesión de ese grandioso santuario de las más íntimas creencias; de esa portentosa obra de arte, de ese mundo de mágica orfebrería, sostenido por un bosque de marmóreas columnas, de capiteles y arcos que parecen hechos de encajes maravillosos. En medio de estas suntuosidades mi espíritu sentíase empequeñecido, y en mis labios no había una frase que intentara, siquiera, expresar las ideas que aleteaban en mi mente inquieta. Pero voces amigas, cariñosos acentos de almas que comprendieron mi turbación y mi encanto, me hicieron oportunas observaciones, me hablaron de hechos históricos; me hablaron de arte, del divino Arte, y de cosas infinitamente elevadas, infinitamente armoniosas e infinitamente consoladoras.

Ya había yo sentido desatarse las alas de mi pensamiento; ya tendía mi vuelo por un mundo ideal, cuando el silencio que reinaba en las naves imponentes se transformó en un canto prodigioso, en los acordes de una música arrobadora, de una plegaria inmensa expresada con todas las candencias, con todas las armonías, con todas las ternuras, con toda la inspiración de un canto que pretende levantarse hasta el cielo. Eran las notas misteriosas del Miserere, que aprisionadas por un momento bajo las augustas bóvedas de la Mezquita, huían de su prisión y se elevaban al espacio infinito.

Y el acento armonioso, la voz de una criatura encantadora, toda ensueño y ternura, me habló, con elocuencia, de Maese Pérez el Organista, y de otras creaciones admirables del infortunado Bécquer. ;Ah, el recuerdo de Bécquer, del autor de las rimas eternas y las áureas leyendas…! El soñador espíritu de Bécquer se sentía flotar en un divino ambiente de arte, de ideal y de grandezas espirituales.

Tan profundas y tan bellas como estas impresiones, Córdoba me ha brindado, en distintos lugares y en diferentes formas —siempre delicadas, siempre espirituales—, otras noblezas, otras gallardías y otros consuelos para mi vida errante.

Un poeta inspirado, de levantados y potentes méritos, me concede la honra de pasearme, acompañado de su dignísima familia y en lujoso automóvil, por los bellos alrededores de Córdoba, donde hay una espléndida vegetación, donde se admiran hermosisimos jardines y desde donde se contempla un panorama encantador. Otro poeta sentimental, un trovador de aquellos que viven en el mundo de los recuerdos, de las tristezas, de los ideales y las esperanzas; ese poeta sentimental y un amigo del alma, un elevado espíritu que vive con la vida de la idea, con la vida del sentimiento, con la vida del Arte, con la vida más íntima y más noble, concentrada en un templo donde las oraciones son el perfume de las flores, el perfume de las ternuras y el esplendor del genio que palpita en admirables lienzos. Aquellos dos guías espirituales me acompañan una noche para recorrer las estrecha; tortuosas y poéticas calles de Córdoba; me llevan por jardines encantados, recorremos un parque donde puede aspirarse, con delicia, el divino perfume de níveos azahares. Y el poeta me habla de su vida, de sus intimidades dolorosas y de sus esperanzas para el porvenir.

Esta corriente de simpatía y confraternidad me proporciona una íntima satisfacción, la que han aumentado, con delicadeza y exquisita galantería, otros poetas que me han brindado con los frutos de su inspiración; y otros intelectuales, los siempre fraternales periodistas, entre los que, sin negar a otros mi estimación y gratitud, quiero aquí consagrar un recuerdo especial, o más bien un homenaje de cariño, de reconocimiento y confraternidad, a mi querido amigo García Nielfa, en cuyo elevado espíritu palpitan amplias ideas, nobilísimos sentimientos y un vehemente deseo de que la heroica raza española, conquistadora de tantos pueblos y creadora de un Mundo, se una y se levante hasta la altura donde debe ostentar sus gallardías, su heroísmo y nobleza por ninguna otra raza superados.

¡Bella y legítima aspiración, la de García Nielfa! Despertar los dormidos sentimientos que han de engendrar impulsos generosos; exaltar los impulsos creadores de una fuerza redentora; ejercitar esa fuerza en bien de la Patria común, sin divisiones políticas, sin los odios innobles que alejan, que disgregan a los pueblos que, por su historia, por su lengua, por sus tradiciones, por sus comunes intereses deberían hallarse siempre unidos, estrechamente unidos, con vigorosos lazos de confraternidad que les dignificaran a la vez que pudieran engrandecerles.

¡Bello ideal que debieran alentar muchas almas, elevar muchos espíritus, unir muchas voluntades y producir la cristalización de un ensueño luminoso, la creación de una Patria poderosa, de una Madre magnánima que tendiera sus brazos cariñosos para salvar a sus dolientes hijas, las jóvenes Repúblicas que un día surgieron, no a una vida independiente y libre, sino a una vida tormentosa, allá en el Nuevo Mundo, allá en la hermosa América Española…!

Juan Castro