Pues, señor, una vez fui diputado
por…(No me acuerdo ya; ¡vaya un olvido)
(me eligieron… ¡También se me ha olvidado!)
¡La única vez que diputado he sido,
(provincial solamente) y mi memoria
no recuerda ni el pueblo ni el partido.
Pero, en fin, yo triunfé; fué la victoria
dechado de vulgar ramplonería;
no tuve oposición, tal es la historia.
Eran cuatro los puestos, tres había
frente a nosotros y los tres salieron,
y yo en cuarto lugar… ¡si triunfaría!
Dicen que tales elecciones fueron
un triunfo de mis correligionarios…
Triunfaron… es verdad, mas no vencieron.
Son tan ramplones y tan ordinarios
estos asuntos, que sinceramente
me producen horror sus comentarios.
A la mañana a mi elección siguiente,
noté, con relación a mi persona,
un cambio en la conducta de la gente;
y aparte de tal cual risa burlona,
tan esperada como merecida,
que el discreto al Quijote no perdona,
se me acercó una cara conocida
a darme la triunfal enhorabuena
por la enorme victoria conseguida;
y otras, y otras después, y una docena,
que recibí admirado y a pie quieto,
como el que sufre humilde una condena.
¡Cuánta amabilidad, cuánto respeto!
¡Qué consideración inesperada!
¡Qué de advertencias dichas en secreto!
Y el resumen final de la jornada,
fué convencerme yo que hasta ese instante
para aquellos señores no era nada.
—Un claro libro abierto es el semblante
en que lo más oculto se refleja,
aunque el alma se oponga vigilante.
Cruza la mente el pensamiento, y deja
su ráfaga de luz, de sombra, acaso,
que al enemigo avisa y aconseja;
y en peligroso y decisivo paso,
un gesto solo fué advertencia clara,
salvándome el instinto del fracaso.
La maldad, con virtudes se enmascara
y se embebe en el bien y disimula,
pero siempre y por fin sale a la cara.
Muchas veces el rostro del que adula,
contra su servilismo se rebela,
y con los ojos lo que dice anula.
A éste, que el bien del prójimo desvela,
cuando a felicitarle se aproxima,
con el calor de sus palabras, hiela.
Y tan inútil es la pantomima,
que el odio disfrazado de cariño,
besa de una manera que lastima.
Los rincones del rostro no escudriño,
pues la impresión me da de lo que oculta
a pesar del esmero y del aliño.
Quien minuciosamente lo consulta,
con cuidadoso análisis, no sabe
cuánto lo que persigue dificulta:
que en el rostro, un momento está la clave
si no la logra la impresión primera,
difícil es que por lograrla acabe.
—Y no es sólo el amigo, pues cualquiera
que nos mira, al pasar, por un momento,
deja en nosotros su impresión sincera;
nos hiere con su mismo sentimiento,
que en su rostro, ya alegre, ya ceñudo,
brilla como una luz su pensamiento.
Fugaz conversación, diálogo mudo;
amor y enemistades conseguidas
en el espacio breve de un saludo;
personas despreciadas o queridas
porque una sola vez, quizá, las vimos,
y siguen influyendo en nuestras vidas.
Y de ese mundo anónimo sentimos
las mismas impresiones punzadoras
que en el mundo de afectos que vivimos;
y, en mal o en bien, ocupan nuestras horas;
y, aunque desconocidas, son amantes,
enemigas, esclavas o señoras.
Espíritus callados, vigilantes,
que rozan sin cesar nuestro camino
con fines diferentes y distantes;
en la lucha del mundo peregrino
que se encuentra con otro y se separa
ignorando su rumbo y su destino,
pero antes de partir recibe clara
la síntesis de un ser, de una existencia,
en la expresión viviente de una cara;
relámpago de luz y de inocencia
en el que libre, indómita y salvaje
se ofrece tal cual es nuestra conciencia,
y sin la horrible traba del lenguaje,
es noblemente altiva o lisonjera,
franca para el elogio y el ultraje.
—La verdad, peligrosa por sincera,
se ve en la frente y en los ojos brilla,
mucho más que el espíritu quisiera.
Llegó un amigo a ser mi pesadilla
porque en su rostro, a veces, vislumbraba,
y eso que su expresión era sencilla,
una luz o una sombra que pasaba,
y aunque en el trato atento fué conmigo,
yo siempre, al saludarle, vacilaba.
Y por fin me engañó; pero bendigo
el engaño que en bien los males trueca;
el mal amigo es ya buen enemigo.
—A ese de frase doctoral y hueca
que en la meditación se halla suspenso,
sin otro mundo que la biblioteca,
lo que he de hablarle con cuidado pienso,
pues solamente me contesta acorde
si su elocuencia y su saber incienso.
—Y a este envidioso, ¿quién habrá que aborde?
¡Qué rabiosa expresión en el saludo,
que si no es una ofensa, está en el borde!
Y cual hoy, siempre así: triste, ceñudo,
y me odia a muerte, por alguna cosa
que yo logré, pero él lograr no pudo.
—Hay cara tan atenta y cariñosa,
y saluda tan bien, tan elegante,
y a todo se anticipa afectuosa,
y oye vuestras palabras anhelante,
sin olvidar un tilde, una sonrisa,
que más que abrumadora es asfixiante.
—¿Y la de aquél que siempre está deprisa,
y nunca llega a punto a su destino,
y cuando desde lejos nos divisa.
sin dejar de seguir por su camino,
con los ojos y a voces nos increpa
y el secreto nos dice del vecino?
—Nada sucederá que éste no sepa
y a referirlo, misterioso, acude:
da la noticia y un olor que trepa.
—¿Saluda? ¡Santo Dios, que no salude!
¿Está amable…? Es que viene por dinero,
y entre él y cinco duros no hay quien dude.
—Eterna historia: al sabio, al majadero,
al más noble señor como al villano,
al rico poderoso, al pordiosero,
se les ve lo que esconden, de antemano,
pues en el rostro, a la impresión primera,
sale siempre la sombra de un gusano.
—;Ven, mentira piadosa y hechicera,
maga gentil, y oculta con un velo
lo que el rostro ocultar también quisiera!
¿Qué me añade de gusto y de consuelo,
ver la envidia en el brillo de unos ojos,
saber que es aire, y nada más, el cielo?
Si a la postre serán tristes despojos
las pupilas que hoy son nuestra tortura,
las tersas frentes y los labios rojos,
¿no es una aberración y una locura
que por profundizar siempre en el pecho,
halle el alma su propia desventura?
Si me brindáis amor, ¿con qué derecho
en que es engaño y falsedad me obstino,
de vuestras intenciones en acecho?
A Dios gracias, tan corto es el camino,
que las mentiras sirven de equipaje,
y antes que se descubran, imagino
que he de llegar al fin de mi viaje.
Benigno Iñiguez