El poder de las almas

Todavía, siempre bella,
te contempla el alma mía
y tu rostro me enamora
todavía.

Ni tus ojos mortecinos
ni tu pálido semblante
adormecen mis amores
un instante.

En tu rostro todo lleno
de dolor y de ternura
ver no puedo la tristeza
que lo apura.

Olvidando de la suerte
las terribles ironías,
yo te admiro con el ansia
de otros días.

Ven, que asido de tu mano,
descarnada y temblorosa,
hoy mis ojos te contemplen
más hermosa.

Que materia tan enferma
no ha perdido la hermosura,
porque dentro tiene un alma
bella y pura.

Jesús Rodríguez Redondo
(a su esposa enferma)

Caras

Pues, señor, una vez fui diputado
por…(No me acuerdo ya; ¡vaya un olvido)
(me eligieron… ¡También se me ha olvidado!)

¡La única vez que diputado he sido,
(provincial solamente) y mi memoria
no recuerda ni el pueblo ni el partido.

Pero, en fin, yo triunfé; fué la victoria
dechado de vulgar ramplonería;
no tuve oposición, tal es la historia.

Eran cuatro los puestos, tres había
frente a nosotros y los tres salieron,
y yo en cuarto lugar… ¡si triunfaría!

Dicen que tales elecciones fueron
un triunfo de mis correligionarios…
Triunfaron… es verdad, mas no vencieron.

Son tan ramplones y tan ordinarios
estos asuntos, que sinceramente
me producen horror sus comentarios.

A la mañana a mi elección siguiente,
noté, con relación a mi persona,
un cambio en la conducta de la gente;

y aparte de tal cual risa burlona,
tan esperada como merecida,
que el discreto al Quijote no perdona,

se me acercó una cara conocida
a darme la triunfal enhorabuena
por la enorme victoria conseguida;

y otras, y otras después, y una docena,
que recibí admirado y a pie quieto,
como el que sufre humilde una condena.

¡Cuánta amabilidad, cuánto respeto!
¡Qué consideración inesperada!
¡Qué de advertencias dichas en secreto!

Y el resumen final de la jornada,
fué convencerme yo que hasta ese instante
para aquellos señores no era nada.

—Un claro libro abierto es el semblante
en que lo más oculto se refleja,
aunque el alma se oponga vigilante.

Cruza la mente el pensamiento, y deja
su ráfaga de luz, de sombra, acaso,
que al enemigo avisa y aconseja;

y en peligroso y decisivo paso,
un gesto solo fué advertencia clara,
salvándome el instinto del fracaso.

La maldad, con virtudes se enmascara
y se embebe en el bien y disimula,
pero siempre y por fin sale a la cara.

Muchas veces el rostro del que adula,
contra su servilismo se rebela,
y con los ojos lo que dice anula.

A éste, que el bien del prójimo desvela,
cuando a felicitarle se aproxima,
con el calor de sus palabras, hiela.

Y tan inútil es la pantomima,
que el odio disfrazado de cariño,
besa de una manera que lastima.

Los rincones del rostro no escudriño,
pues la impresión me da de lo que oculta
a pesar del esmero y del aliño.

Quien minuciosamente lo consulta,
con cuidadoso análisis, no sabe
cuánto lo que persigue dificulta:

que en el rostro, un momento está la clave
si no la logra la impresión primera,
difícil es que por lograrla acabe.

—Y no es sólo el amigo, pues cualquiera
que nos mira, al pasar, por un momento,
deja en nosotros su impresión sincera;

nos hiere con su mismo sentimiento,
que en su rostro, ya alegre, ya ceñudo,
brilla como una luz su pensamiento.

Fugaz conversación, diálogo mudo;
amor y enemistades conseguidas
en el espacio breve de un saludo;

personas despreciadas o queridas
porque una sola vez, quizá, las vimos,
y siguen influyendo en nuestras vidas.

Y de ese mundo anónimo sentimos
las mismas impresiones punzadoras
que en el mundo de afectos que vivimos;

y, en mal o en bien, ocupan nuestras horas;
y, aunque desconocidas, son amantes,
enemigas, esclavas o señoras.

Espíritus callados, vigilantes,
que rozan sin cesar nuestro camino
con fines diferentes y distantes;

en la lucha del mundo peregrino
que se encuentra con otro y se separa
ignorando su rumbo y su destino,

pero antes de partir recibe clara
la síntesis de un ser, de una existencia,
en la expresión viviente de una cara;

relámpago de luz y de inocencia
en el que libre, indómita y salvaje
se ofrece tal cual es nuestra conciencia,

y sin la horrible traba del lenguaje,
es noblemente altiva o lisonjera,
franca para el elogio y el ultraje.

—La verdad, peligrosa por sincera,
se ve en la frente y en los ojos brilla,
mucho más que el espíritu quisiera.

Llegó un amigo a ser mi pesadilla
porque en su rostro, a veces, vislumbraba,
y eso que su expresión era sencilla,

una luz o una sombra que pasaba,
y aunque en el trato atento fué conmigo,
yo siempre, al saludarle, vacilaba.

Y por fin me engañó; pero bendigo
el engaño que en bien los males trueca;
el mal amigo es ya buen enemigo.

—A ese de frase doctoral y hueca
que en la meditación se halla suspenso,
sin otro mundo que la biblioteca,

lo que he de hablarle con cuidado pienso,
pues solamente me contesta acorde
si su elocuencia y su saber incienso.

—Y a este envidioso, ¿quién habrá que aborde?
¡Qué rabiosa expresión en el saludo,
que si no es una ofensa, está en el borde!

Y cual hoy, siempre así: triste, ceñudo,
y me odia a muerte, por alguna cosa
que yo logré, pero él lograr no pudo.

—Hay cara tan atenta y cariñosa,
y saluda tan bien, tan elegante,
y a todo se anticipa afectuosa,

y oye vuestras palabras anhelante,
sin olvidar un tilde, una sonrisa,
que más que abrumadora es asfixiante.

—¿Y la de aquél que siempre está deprisa,
y nunca llega a punto a su destino,
y cuando desde lejos nos divisa.

sin dejar de seguir por su camino,
con los ojos y a voces nos increpa
y el secreto nos dice del vecino?

—Nada sucederá que éste no sepa
y a referirlo, misterioso, acude:
da la noticia y un olor que trepa.

—¿Saluda? ¡Santo Dios, que no salude!
¿Está amable…? Es que viene por dinero,
y entre él y cinco duros no hay quien dude.

—Eterna historia: al sabio, al majadero,
al más noble señor como al villano,
al rico poderoso, al pordiosero,

se les ve lo que esconden, de antemano,
pues en el rostro, a la impresión primera,
sale siempre la sombra de un gusano.

—;Ven, mentira piadosa y hechicera,
maga gentil, y oculta con un velo
lo que el rostro ocultar también quisiera!

¿Qué me añade de gusto y de consuelo,
ver la envidia en el brillo de unos ojos,
saber que es aire, y nada más, el cielo?

Si a la postre serán tristes despojos
las pupilas que hoy son nuestra tortura,
las tersas frentes y los labios rojos,

¿no es una aberración y una locura
que por profundizar siempre en el pecho,
halle el alma su propia desventura?

Si me brindáis amor, ¿con qué derecho
en que es engaño y falsedad me obstino,
de vuestras intenciones en acecho?

A Dios gracias, tan corto es el camino,
que las mentiras sirven de equipaje,
y antes que se descubran, imagino
que he de llegar al fin de mi viaje.

Benigno Iñiguez



¡Al pie de aquel monte..!

Al pie de aquel monte sombrío
que al cielo grandeza restaba,
llegamos venciendo
la sarga distancia.

La senda en la cumbre moría;
la cumbre los cielos rasgaba;
la senda era abrupta y, cual sierpe,
por jaras y zarzas
camino se abría
salvando el abismo que al monte cortaba.

Subamos aprisa, dijimos,
que el sol en ponerse no tarda.

Y hollaron tus pies diminutos
aquella pendiente de roca escarpada.

Tus ojos ingenuos,
espejos de un alma serena,
do nunca la vida
dejó leve mancha,
en vano esquivando los míos
su dicha ocultaban.

Tu rostro, rival de aquel cielo
templado de Otoño, con tintas de grana
igual que la puesta del sol se cubría.

¡Oh, tarde de ensueño, de dulce esperanza!
Al viento cargado de olor a tomillo y romero,
tu boca exhalaba
perfumes más puros;
tu boca que guarda
más ricos panales de mieles
que ocultan aquellas montañas;
que a un beso inefable y eterno convida
y es digna de eterna fragancia.

¡Cuán fuerte tu pecho latía
subiendo del monte la falda!

La cumbre tocamos a poco:
silencio solemne reinaba;
tan sólo las hojas que secas caían,
el roce de un ala,
la brisa ligera
moviendo las ramas
de pinos, cipreses
y encinas; la savia
vital que ascendía, nutriendo unos troncos
clavados en rocas peladas,
tan sólo eran signo de vida
perenne y lozana.

Más lejos, aún montes más altos,
sus picos cubiertos de nubes mostraban,
y allí nuestro espíritu
volaba con ansia.

¡Oh, montes, imágenes vivas
de sueños que nunca se sacian!

Al frente, la extensa llanura
con tono de mieses segadas,
al cielo se unía
allá en lontananza;
y vimos brillando en los campos
casitas muy blancas,
y vimos dormir la ciudad a la orilla
del Betis de plácidas aguas.

Ciudades que manos del hombre
cerraron con altas murallas,
las vidas guardáis limitando
las ansías del alma;
la yerba del mal fecundáis
con riegos de sangre y de lágrimas.

¡Ciudades: sois obra del hombre;
sois obras de Dios, oh montañas!

¿Verdad, sueño mío,
que nunca las sendas son ásperas
si a un brazo leal nos cogemos
sintiendo a la dicha ahogar las palabras?

¡Oh, tarde apacible!
¡Divina otoñada!
¡Qué surco tan grande en mi pecho
labraron tus horas tan rápidas…!

Vicente Orti Belmonte



Paisaje cordobés

Como presa de horrible calentura
arde la sierra, por el sol tostada;
el ave soñolienta, aletargada,
busca sombra del bosque en la espesura.

Silenciosos están monte y llanura;
el rebaño dormita en la majada,
sobre la flor la mariposa alada,
en la extensión inmensa la Natura.

La espiga en los trigales cabecea,
en la gruta el reptil busca reposo,
el labriego descansa en fresca umbría,

y Dios desde su trono se recrea,
en el cuadro estival, sublime, hermoso,
lleno de luz, de encanto y de poesía.

Ricardo de Montis



La Derrota

¡Si supieras el encanto
que atesora tu figura,
si supieras que ese llanto
enaltece tu hermosura…!

Tu vida cruza en secreto
arrullada por la pena
y de un silencio discreto
toda tu vida está llena.

Tu corazón ha cesado
de amar y él ha desterrado
de tus labios la alegría.

Bajo el dolor del olvido
en tu pecho han florecido
rosas de melancolía…

Tus manos son un poema
de esperanza y sentimiento,
tus manos son el emblema
del más cruel remordimiento.

Diez estrofas van labrando
la canción bella y florida,
estrofas que van rimando
los dolores de tu vida.

En el crepúsculo tienes
altiveces y desdenes
siendo vanos tus alardes
pues al final has sabido
que en amor nunca han valido
resignaciones cobardes.

Siempre triste y dolorida
tu juventud amargada
es como una gran herida
ue no está cicatrizada.

Hay en tí el más doloroso
padecer, por haber sido
verdugo de tu amoroso
pasado desvanecido.

Sin redención ni consuelo
en vano lucha la anhelo
como una bandera rota,
en cuya tela rasgada
se refugia avergonzada
de tu vida, la derrota.

Eduardo Baro



Madrigal del caminante

Mujer: es largo el comino,
el sol quebranta mis huesos
y ya la sed me sofoca;
haz que llegue el peregrino
hasta el manantial de besos
que está mirando en tu boca.

Con mis manos amorosas
yo haré coronas de rosas
para que ciñas tu sien.
Peregrino del amor,
mi camino es de dolor
pero es de gloria también.

Mas pronto cesa el hechizo
y de las brazos me arranca
la señal de la partida:
pasa el tiempo y es preciso
seguir por la senda blanca
que abarca toda mi vida.

Es mi destino: mañana
beberé en otra fontana;
mis labios, en besar sabios,
aún tienen, en tanto andar,
muchas mieles que gustar
en flores de muchos labios.

Mi destino he de seguir;
soy, hallándoos una a una,
de todas y de ninguna.
Mas ya que debo partir
en ruta hacia el ideal,
porque evoquen, amorosas,
idilios de dicha llenos
yo deshojo un madrigal
como una lluvia de rosas
sobre el altar de sus senos.

Antonio Merlo



A Cloris

(Horacio. Oda XV-Lib. III.)

Oh infiel esposa de Ibico;,
cesen de tus amores los escándalos:
con un pie en el féretro,
alternar con doncellas no te es válido,
ni como nube tétrica
debes cruzar entre luceros plácidos.

Lo que a Fóloe da mérito,
en ti resulta, oh Cloris, antipático.

Si tu hija, como lúbrica
bacante, al son de los timbales clásicos,
buscando a esquivos jóvenes,
rompe las puertas; si en su amor volcánico
por Noto siente el júbilo
de una cabra lasciva acariciándolo;
está en tiempo a propósito.

Más tú junto a Luceria, el vellón cándido
debes hilar solícita,
pues a tu edad el huso es lo más práctico,
y no el laúd erótico
ni las purpúreas rosas, ni los báquicos
festines en que apúranse
hasta el fondo las cráteras de Másico.

G. Belmonte Müller



El perro del ciego

Una limosna de pan
el ciego va demandando,
de casa en casa, marchando
acompañado de un can.

Sin el más leve temor
sigue el mendigo a su guía,
pues de igual modo confía
en su instinto y en su amor.

Cuando rendido se sienta
el viejo, mientras reposa,
con su mano temblorosa
al perro fiel alimenta.

Ciego, no le considero
del todo desamparado,
porque llevas a tu lado
un amigo verdadero.

Un amigo sin segundo
de fidelidad espejo,
el único, pobre viejo,
que ya le queda en el mundo.

Es por demás doloroso
que siempre, en la sociedad,
vuelva la falsa amistad
su espalda al menesteroso.

El perro que le acompaña
todo tu afecto merece,
al hombre no se parece,
por eso mismo no engaña.

Francesco



Madrigal del caminante

Mujer: es largo el comino,
el sol quebranta mis huesos
y ya la sed me sofoca;
haz que llegue el peregrino
hasta el manantial de besos
que está mirando en tu boca.

Con mis manos amorosas
yo haré coronas de rosas
para que ciñas tu sien.

Peregrino del amor,
mi camino es de dolor
pero es de gloria también.

Mas pronto cesa el hechizo
y de tus brazos me arranca
la señal de la partida:
pasa el tiempo y es preciso
seguir por la senda blanca
que abarca toda mi vida.

Es mi destino: mañana
beberé en otra fontana;
mis labios, en besar sabios,
aún tienen, en tanto andar,
muchas mides que gustar
en flores de muchos labios.

Mi destino he de seguir;
soy, hallándoos una a una,
de todas y de ninguna.

Mas ya que debo partir
en ruta hacia el ideal,
porque evoquen, amorosas,
idilios de dicha llenos
yo deshojo un madrigal
como una lluvia de rosas
sobre el altar de sus senos.

Antonio Merlo