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Dionisio Pérez

Dionisio Pérez Gutiérrez (adoptó el seudónimo de Post-Thebussem) fue un escritor, periodista, político y gastrónomo español, fundador y primer director de la Revista Portuense, de El Puerto de Santa María, ciudad a la que se trasladarían sus padres con Dionisio con pocos meses, por lo que siempre afirmaría sentirse portuense.

Fue considerado uno de los mejores articulistas de su tiempo y en todos sus artículos periodísticos empelaba apodos como: «Pedro Recio de Tirteafuera», «Mínimo Español», «Amadeo de Castro» o «Martín Ávila».

Únicamente cuando escribió sobre gastronomía empleó el sobrenombre «Post-Thebussem» intentando seguir el trabajo de Mariano Pardo de Figueroa (que se apodaba: Doctor Thebussem).

Dionisio Pérez es un autor gastronómico que muestra por primera vez la idea de una cocina de España nacional compuesta por sus regiones.

Nace Dionisio Pérez en 1872 en la ciudad gaditana de Grazalema, aunque desde pequeño vivió en El Puerto de Santa María.

La situación política de España es complicada con la pérdida progresiva de las colonias en África y América.

Desde muy joven destaca por ser un intenso lector, entre sus indagaciones encuentra en las lecturas de Joaquín Costa sobre el Regeneracionismo una inspiración.

Su afición temprana por el periodismo hace que siendo muy joven fundara una revista siendo colaborador del Diario de Cádiz.

Trabajó como corresponsal de periódicos españoles e hispanoamericanos y esto hizo que viajara a lo largo de todos los puntos de la península ibérica.

En Madrid era un asiduo tertuliano del Café Lion d’Or y el Fornos.

Su actividad periodística le hizo muy popular en su época. Llegando a dirigir la revista Vida Nueva, especializada en la generación del 98.

A partir de 1926 en estrecha colaboración con Luis Araquistain, se le considera uno de los principales difusores del concepto de «hispanidad».

A propósito de esta labor en el año 1928 viaja a Cuba y allí realiza diversas conferencias y artículos.

En el año 1930 fue propuesto para ocupar el sillón F de la Real Academia Española, ocupada con anterioridad por Eduardo Gómez de Baquero, pero finalmente ganó el sillón el biólogo Ignacio Bolívar y Urrutia.

En el año 1935 moría de forma repentina en Madrid. Su esposa publicó parte de la obra con carácter póstumo.



Cómo somos regionalistas en Andalucía

Somos regionalistas en Andalucía porque hemos perdido toda fe y toda esperanza en los dos partidos centralistas que se arrogan la dirección de la vida nacional. Es el deseo de vivir, es el instinto de conservación, es la necesidad que sentimos de salvar nuestra tierra y darle una organización decorosa de derecho ciudadano lo que nos ha orientado y encaminado por este derrotero. Se engañan los que creen que ha despertado a nuestra Andalucía el vanidoso prurito de imitar a Cataluña. Lo que acontece es esto: que iguales causas producen iguales efectos.

Si la pérdida de la memoria no fuese una de las características de nuestra política gobernante, no podría olvidarse que el regionalismo catalán, con todos sus antecedentes históricos, filosóficos, literarios y hasta étnicos, si se quiere, nace en la Barcelona, que regían a turno Comas Masferrer, virrey caciquil del partido liberal, y los hermanos Planas y Casal, virreyes caciquiles del partido conservador.

Se gobernaba a Cataluña como se gobernaba a Cuba, entregándola a merced de la voluntad de un hombre cualquiera, sin otro merecimiento que el de estar siempre dispuesto a cumplir todo capricho del presidente del Consejo de ministros: Se le pedían a aquel hombre las actas en blanco de todos los distritos y las enviaba; se les pedía que derrotaran a los hijos del país o a los que, no siéndolo, tenían arraigo en él y quería elegir el cuerpo electoral y los derrotaba, haciendo triunfar a los cuneros y desconocidos designados por el Gobierno.

No se pregunte cómo se hacía esto en Cuba y Cataluña y no se pregunte cómo se hace ahora en Andalucía. Para el cacique no hay más ley que la orden que recibe de Madrid. Amparado por el gobernador, no repara en la comisión de toda clase de infracciones legales y de toda clase de delitos. Se falsifica, se roba, se encarcela. Al terminar unas elecciones, los enviados del Poder central son perfectamente presidiables. Pero ante los delitos electorales, la Justicia se cruza de brazos, y se da así al pueblo esta tremenda lección de impunidad.

Se ha impuesto así a Andalucía, por la fuerza, por la violencia y por la confabulación de los dos partidos gobernantes —partidos pura mente administrativos, sin ideales, y con la misma noción de la vida nacional e iguales e incorregibles procedimientos —un estado de irredención política y social. El latifundio político se confunde y mezcla con el latifundio territorial. La política que en la capital de la provincia es vanidad y soberbia y ansias de dominio, a medida que va descendiendo hasta la aldea se va confundiendo con la usura, con la ocultación de los bienes comunales y aún de los particulares. Cada cacique en su pueblo ejerce un poder absoluto, tiránico, contra el que nadie puede rebelarse sin riesgo de ser empobrecido; perseguido y exterminado, cuando no materialmente apaleado.

Y no hay contra esto defensa en las autoridades superiores ni amparo en la ley, porque esa soberanía del cacique es el precio con que se le paga un servicio electoral. Yo no creo que sea peor el estado de derecho en que vive un rifeño en su cabila. Y nosotros los andaluces queremos que se acaben los aduares en nuestra tierra. Este es el verdadero germen del regionalismo andaluz.

Tuvimos un momento de esperanza con Canalejas. Más cauto que Maura, no llevó al Parlamento nin-guna ley descuajadora del caciquis-mo, que éste anularía en cuanto volviese a contar con el apoyo del Poder central, aparte de que el Parlamento, engendrado por el ca-ciquismo, no hará sino ampararlo. Canalejas quiso acabar con los cacicatos provinciales, con los latifundios políticos, que permiten el profesionalismo de la política a varias familias. Canalejas quiso crear fuerzas en los distritos, dándoles independencia de las capitalidades; quiso, en suma, fraccionar al enemigo; pero en manos de Romanones, las oligarquías provinciales han vuelto a renacer en toda su pujanza, como cuando Cánovas las organizara para defender a un régimen naciente frente a un posible resurgimiento de opinión republicana.

Así, los pueblos en Andalucía han perdido toda fe en que llegue el momento de que los partidos gobernantes hagan justicia. Se les ha hurtado su derecho a toda función política. El alcalde se les nombra de real orden, designado por el cacique provincial. De Real orden se les anulan, por medio de resolución de recursos, las elecciones municipales, cuando el cacique no ha podido ganarlas. Poco menos que de real orden se les señala el candidato a diputado a Cortes que han de votar.

Como favor se les conceden en Madrid las obras públicas que se pagan con el dinero mismo de sus tributos. Madrid se les muestra como un Sinaí, donde fulgura un poder provincial que dispone de todo y que sólo se rinde a esta tremenda y corruptora palabra: «influencía». En la provincia de Huelva se llama al señor Burgos, jefe de los conservadores hace muchos años, con el nombre de un Cristo muy famoso en toda Andalucía: «el Señor del Gran Poder».

En la provincia de Almería, oí yo hace años —vivía aún Sagasta, pero el pensamiento del pueblo no ha evolucionado, porque no han desaparecido las causas que lo engendran -a dos jabegotes de la playa lamentarse de cierto impuesto municipal.

—Pero ¿qué hacen -decía uno de ellos —el rey y Emilio Pérez? —don Emilo Pérez era entonces jefe de aquellos liberales—. Y no hay para el pueblo andaluz, campesinos o marineros, otro régimen político, otros tribunales, otras leyes, otras autoridades más que el rey y el cacique; al rey, que conocen por la moneda; al cacique, que conocen por el palo. Siquiera en el régimen absoluto no había más que el rey.

Lo que nuestros abuelos consideraban intolerable y vergonzoso y en cuyo abatimiento sacrificaron tantas vidas, era un régimen mucho más decente que este régimen de ilicitud y de corrupción al que vive sometida nuestra pobre Andalucía.

Así, del mismo modo, todo abandono, todo olvido procede de Madrid; de la falta de influencia en Madrid. Se hunde un puente en la cercanía de Villamartín y lleva el pueblo cinco años aislado; para llegar a él hay que vadear, casi a nado, el Guadalete. Id y preguntad a los vecinos, uno por uno, y todos os responderán que el nuevo puente no se hace porque falta influencia en Madrid. Mientras hay una provincia que tiene ocho o diez puertos costeados por el Estado, se niega por dos veces al de Conil, lugar de refugio, inmediato a Trafalgar y al Estrecho, su entrada en el presupuesto del Ministerio de Fomento, cuando el Estado cobra allí un dineral por las subastas de almadrabas. ¿Por qué no se hace el puerto? Porque no hay influencia en Madrid.

No quiero hablar de cosas que me tocan vivamente, como el cegamiento de la ría del Guadalete, en el Puerto de Santa María, donde antaño se refugiaban armadas y hoy apenas quedan unas parejas de pesca. Si recorréis Andalucía, sus costas, sus campos, sus montañas, encontraréis en todas partes los mismos gritos de dolor, de ira, de protesta. Para conseguir algo es preciso venir a Madrid, suplicar, mendigar, y luego agradecer como favor político y como precio de sometimientos políticos lo poco o mucho que se consiga.

Así, porque se ha perdido toda fe en la justicia y en el derecho; porque al amparo de este ciego y loco poder central se ha creado y se mantiene en Andalucía, más que un estado de oligarquía un estado de feudalismo, el pensamiento del pueblo andaluz, forjado en la fragua de su imaginación viva e impresionable, es un pensamiento anárquico. Volverá a engendrar, como antaño, explosiones airadas, que no son más que una interpretación penada con la ley. Y todavía, mientras ese pueblo tuvo un poco de esperanza en los partidos enemigos del régimen, confiaba su reparación en el ensueño revolucionario con que se le sustentaba, pero hoy se va desvaneciendo esa ilusión postrera. Y queda el pobre con su desesperanza, ciudadano de una democracia que le olvida en la tristeza de sus campos resquebrajados por la sequía o de sus peñascales ariscos, y le deja indefenso entregado a la bestialidad del cacique, del usurero, del guardia rural…

¡Ah! Pero esos males ¿no alcanzarán a la clase media…? Claro es que en nuestras grandes ciudades no se siente la labor del cacique.

Sólo el que aspira a algo, el que necesita el favor; el que ha de suplir con influencia la falta de razón o de derecho, ha de acudir al cacique, que es el mediador inexcusable con el Gobierno, con los diputados, con la Administración, con la justicia, con todos los tentáculos de la vida oficial.

En nuestras capitales no se mueve ni una hoja del árbol frondoso que riegan los presupuestos nacional, provincial y municipal, sin permiso del cacique. La clase mediaen nuestros pueblos rurales apenas la hay — vive, como en toda España, bajo la pesadumbre de sus dificultades económicas, y además acomodada y sometida y adoptada a esta indignidad de creer que nada se obtiene por derecho ni por justicia, sino todo por influencia, por favor o por dinero.

Como la realidad les da razón, los que tienen un poco de espíritu o de pensamiento propio y de integridad moral, procuran huir toda ocasión en que la política pueda rozarles, considerándola justamente como una lepra maldita.

Los individuos de la clase media que quieren sencillamente vivir, que sienten acallados sus escrúpulos morales por la ambición de ser algo o por la codicia de unos pequeños negociejos, toman la política como allí es, rodean al cacique y son los vocales de sus Comités y los agentes de sus hazañas.

Apenas hay excepciones en esta división de la clase media.

Es posible que en ninguna otra región de España sea tan numerosa la masa neutra de que abominaran Silvela antaño y Maura recientemente. Y viéndola de cerca, conociendo la crueldad, el ensañamiento, la bestialidad, en muchos casos, con que el Poder Central ha perseguido y castigado en Andalucía a todo pueblo que ha querido tener opinión política y hacerla prevalecer honradamente con sus sufragios, se advierte que cuanto dijeran Maura y Silvela era de una injusticia y de una sin razón notorias.

Porque en Andalucía, una conciencia honrada no puede ser más que indiferente y fatalista o anarquista y desesperada.

Acompañaba yo a Silvela y a otros amigos suyos en un viaje a Riotinto. Nos hospedábamos en un vapor de la casa Ibarra, atracado al muelle de Huelva. De sobremesa, una noche, en plena disidencia entonces, se exaltó contra los indiferentes que no acudían a ayudarle contra Cánovas. Tuvo para los neutros una frase cruel.

Otros comensales le hicieron coro. Se llegaba a convenir en que era preciso declararles fuera del derecho común, poco menos que de expursarles de la patria. Yo, modesto periodista entonces y casi un chiquillo, me permití hacer una observación.

—Quiere usted, don Francisco —le dije —que todo el mundo se lance a la política, que todos los ciudadanos cumplan su deber de votar. Sin duda, quiere usted eso para tener el gusto luego, siendo ministro de la Gobernación, de arrebatar el voto a esos electores, de echarles encima a la Guardia civil, de entregarlos a las iras de los caciques, de prenderlos a centenares…

—¿Dónde he hecho yo eso?—me interrumpió.

—En el Puerto de Santa Marfa. Se quedó muy serio y luego agregó:

—Es verdad. Necesidades de la política. Se me exigió que Pe-ral no fuese diputado…

Y rápidamente varió de tema.

En este ambiente social de indiferencia fatalista y de desesperación anárquica, nace el regionalismo andaluz. Surge, como es lógico, y se concreta, en un medio intelectual, en el Ateneo de Sevilla. No nació de otro modo ningún movimiento político engendrado por ideas. Su primera manifestación fué el libro admirable de Blas Infante, titulado «Ideal Andaluz». Es tal el estado de opinión en nuestra tierra, que, en pocos meses, se ha pasado del embrión literario a la acción política; se ha constituido un Centro en Sevilla, ha repercutido el movimiento en Granada, y en muchos pueblos de toda Andalucía se prepara la organización de Juntas locales.

Al llegar el otoño —las imperiosas vacaciones estivales están más justificadas en Andalucía que en Madrid- -nos entregaremos a la labor de organización con toda actividad. No tenemos a nuestro lado ningún orador ni ningún capitalista; pero tenemos la seguridad de que en aquel abundoso vivero do talentos y caracteres que siempre fué Andalucía, surgirán ante nuestra evocación centenares de hombres de valía.

Queremos conseguir dos cosas: la primera, crear conciencia en el ciudadano andaluz; enseñarle el odio, el desprecio, el asco al cacique y a los políticos que viven del cacique, y la segunda, actuar en Madrid, de modo que Madrid se convenza de que tenemos razón y no pueda engañarse al país, esgrimiendo contra el regionalismo andaluz las acusaciones de mal españolismo con que se ha combatido al regionalismo catalán.

Luego, nosotros aspiramos a que Andalucía, recobrada su personalidad, organizada como la ciudadana de una democracia y no como la ilota de una tribu, reivindique para sus labriegos, que hoy padecen hambre, la propiedad de sus campos. Podernos ser la región agraria más rica de España; podemos defendernos de la tremenda competencia que harán a todos nuestros productos los campos marroquíes, podemos contener la despoblación, que alcanza proporciones desoladoras en las provincias de Almería y Cádiz; podemos ganar honor bastante para compensar el ludibrio del flamenquismo y la torería que nuestros políticos alientan; podemos aspirar a ser en el Mediterráneo la guardia de España y el amparo de la independencia de Castilla; pero para todo eso (y esta última aspiración, que engendra nuestra situación geográfica, tiene un alcance que sólo los políticos que no se han enterado de que viven en Europa podrán dejar de ver) necesitamos «ser». No somos hoy ni región ni provincias. Feudos políticos que se regalan en Madrid y que hay que ganar asistiendo a diario a las tertulias de los personajes, donde se están repartiendo las vestiduras de la patria; latifundios incultos o entregados a la cría de reses bravas o convertidos en cotos de placer; desiertos como las marismas de Lebrija; una docena de malos y medianos puertos en toda la longitud enorme de la costa; gobernadores que conculcan impunemente todas las leyes; caciques que imponen las brutalidades de su voluntad; ni justicia ni derecho…

Esta es Andalucía. Reverso de pandereta de dolor y de sangre, que no queremos ofrecer a la consideración de los extranjeros, porque ya habla en ellos bastante clara la codicia, y porque bastante la conocen desde sus atalayas de Gibraltar y Ríotinto.

Madrid verá quiénes son los patriotas: si los que quieren mantener esa puerta abierta de España en la abyección de hoy, y llaman a esa abyección unidad nacional y españolismo, o los que, movidos del amor a nuestra tierra, anhelamos hacer de ella una región poderosa, fuerte, culta, rica, con conciencia de su situación geográfica y de los deberes que tiene en su participación de España y de los derechos que esta misma participación le da para no ser tratada por un Gobierno de locos como una manada de imbéciles.

He aquí por qué somos y cómo somos regionalistas en Andalucía.

Dionisio Pérez