— ¿Está esto claro?— me acababa de preguntar por dos veces el amigo Pedro Moro.
Estamos en el café y, mientras el consecuente Torres nos sirve, Pedro Moro continúa su amena charla.
— Será una revista puramente cordobesa. En ella hablaremos de todo lo que se relacione con el bien, la cultura y el progreso de esta ciudad…
— Perdone Vd , amigo Moro, le interrumpí. Huelga decir que sus famosas campañas en favor de los gusanos de seda, los azulejos, los pajaritos y los jardines continuarán con más insistencia que antes.
— Por descontado, contestó Con respecto á los jardines, seremos incansables. Creo que llegaremos a conseguir que los chicos saluden a las flores… Así ha de ser la verdadera Andalucía: con muchos jardines y muchos bancos de azulejos…
— En esto estoy completamente identificado con usted. Unicamente existe la contrariedad de que para esa Andalucía que Vd. piensa, y que debía de ser, hace falta primeramente educar a los hombres del mañana, a esos que so llevan las flores, se las comen, no respetan a las señoras en la calle y se ríen del señorito que lleva sombrero de paja.
— Precisamente por estos desgraciados hay que empezar a hacer Patria Los jardines son respetados en todo el mundo. Recuerde Vd. buen, amigo Frasquito, nuestro viaje a Portugal. Deberes informativos nos llevaron a la capital de la nación vecina. La revolución estaba en todo su apogeo. La sangre corría por las calles de Lisboa El ejército hallábase dividido en aquellos momentos peligrosos. La artillería ponía freno a los rebeldes. Todo era un completo desorden. No se respetaba nada, ni a nadie. Únicamente se consideraba como tierra neutral aquella en que estaban plantados los jardines…
— Usted, sin duda, está algo desmemoriado, advertí con alguna cortedad. Durante nuestra estancia en la capital de Portugal, hubo un día, quizá el decisivo, en que, atendiendo sus indicaciones, nos ocultamos en los jardines del Rey Manuel, por temor a la algarada, y no faltó nada para que la metralla nos barriese… Son detalles que jamás se olvidan, por muchas flores que haya de por medio. Era tierra neutral, como usted decía, pero las balas llegaban hasta allí, no obstante repetir usted que los árboles serían respetados por todos, solo por haberles enseñado en las ascuelas y desde pequeños a aprender la inscripción que obstentaha la mayoría de ellos y que decía: Al pasajero:
«Tú que pasas y levantas contra mí tu brazo, antes de que me hagas daño, óyeme bien: Yo soy el calor de tu hogar en las frías noches de invierno, sombra amiga que encuentras cuando caminas bajo el sol de Agosto y mis frutos son la frescura apetecible que te sacia la sed en los caminos. Yo soy la armazón amiga en tu casa, la tabla de tu mesa, la cama en que tú descansas y la madera de tu barco.. Yo soy el mango de tu azada, la puerta, de tu morada, la madera de tu cuna y la envoltura de tu ataúd. Soy el pan de la bondad y la flor de la belleza. Tú, que pasas; óyeme bien y… no me hagas daño».
— Sencillamente, —interrumpió Pedro Moro— es eso lo que hemos de procurar en Córdoba, que todos respeten a los árboles, a los pájaros y a las flores… piense usted un momento en la verdadera Córdoba; esa que cantan los poetas y que aún muchos soñamos todavía. Los jardines del Alcázar, el jardín de la Catedral, el Patio de los Naranjos, la calle de la Judería…
— Basta, diligente Cordobita. Desdo hoy le prometo un artículo de floricultura, para su revista, en la inteligencia de que me ha de proponer para jardinero sin sable .
Ignacio Quesada