Etiqueta el Jesús Rodríguez Redondo

El poder de las almas

Todavía, siempre bella,
te contempla el alma mía
y tu rostro me enamora
todavía.

Ni tus ojos mortecinos
ni tu pálido semblante
adormecen mis amores
un instante.

En tu rostro todo lleno
de dolor y de ternura
ver no puedo la tristeza
que lo apura.

Olvidando de la suerte
las terribles ironías,
yo te admiro con el ansia
de otros días.

Ven, que asido de tu mano,
descarnada y temblorosa,
hoy mis ojos te contemplen
más hermosa.

Que materia tan enferma
no ha perdido la hermosura,
porque dentro tiene un alma
bella y pura.

Jesús Rodríguez Redondo
(a su esposa enferma)

El cinematógrafo y los niños

Películas que matan

Para el alcalde don Salvador Muñoz Pérez, atento siempre al importante asunto de formar una infancia robusta y dotada de la más sana moral, no habían de pasar inadvertidos los peligros que las películas pasionales producen en el alma de los niños.

Con gran contento de los padres de familia, educadores y personas sensatas, vemos en las palabras que dijera en sesión municipal, refiriéndose a los cinematógrafos, los preliminares de una meritoria obra que necesariamente terminará, dado su carácter activo y emprendedor.

Ya se tiene la esperanza de que desaparezcan de nuestros espectáculos públicos las películas cuya influencia en los sentimientos de los pequeños es generalmente conocida.

El primer instinto que aparece en los niños es el de la imitación.

Impulsado a ejecutar cuanto su vista alcanza, sea bueno o malo, seguirá desgraciadamente por escabrosos derroteros y caerá al fin en los abismos por la resbaladiza pendiente de los vicios si los modelos son perniciosos, si la propensión de imitar se convierte en deseos irreflexivos, locos, que sugestionan y adormecen el instinto de sociabilidad con todos los humanos sentimientos.

A presencia de la población penal en las cárceles y presidios, coloquemos en balanza la tolerancia en los cines y el abandono de los niños en las prisiones.

A primera vista, se ve que las dos pesan sobre la conciencia de la humanidad de un modo enorme: aprender a matar y a robar en los cines y a perfeccionarse después entre los criminales empedernidos de larga historia.

¡Pobres niños y pobres pueblos!

Analicemos los gérmenes que aumentan de una manera alarmante la llaga social. Recordemos las frecuentes apariciones de cuadrillas de niños, fieles imitadores de aquellos protagonistas que vieron en el lienzo blanco, y recriminaremos enérgicamente esa fatídica tolerancia, gusano roedor de la inocencia, que corroe el corazón del hombre en sus primeros pasos y que, sólo por ella,se comete a sabiendas, públicamente y con ensañamiento el horrendo crimen, que llenará de luto a las naciones, aunque, afortunadamente, algunas poblaciones, dándose cuenta exacta del peligro, empiezan a tomar serias determinaciones.

Contemplemos el cuadro, digno de estudio: Trágicas escenas seguidas paso a paso por una multitud de niños, con los ojos fuera de las órbitas; abierta la boca, las manecitas temblorosas y el espíritu todo allá, en el fondo de lo que tienen delante.

Veamos cómo aquellos inocentes pececillos, que van tragando el anzuelo, se familiarizan más tarde con aquel apache que mata y roba, burlando a la justicia; se retiran al fin entusiasmados, con el corazoncito hecho una bomba, que estallará en su día, pensando en lo que sucederá la noche siguiente; hacen sus comentarios, repasan los argumentos, los estudian, y así se desarrollan aquellos pobres cerebros de manera brutal a impulso de las fuertes impresiones que recogieron cuando en la oscuridad y el más profundo silencio se les mostraban las lecciones de la mala escuela.

Sabido es que el método intuitivo es el más poderoso de todos para que en la inteligencia del niño se graben las ideas; el de más rápidos efectos; el que deja una huella difícil de borrar, pues que vivamente impresiona el alma de las tiernas criaturas.

Casos tenemos a la vista y muy recientes, como el de «La mano que aprieta», cuadrilla de niños de nueve a diez años; muchachos que se matan a tiros de revólver; suicidios y casos extraños de locuras en niños de corta edad y de reconocidas aficiones a esta clase de películas.

Todos los afanes, los cuidados todos, han de ir dirigidos a proteger a la infancia, ya lo sabemos, luchando en contra de las infames explotaciones de las empresas que se enriquecen sin importarles nada que la humanidad se pervierta.

¡Nada tenemos con esos adelantos de la pedagogía, con esas cantinas escolares y escuelas al aire libre que robustezcan a los niños, si, olvidando la educación moral, los colocamos luego ante un lienzo que sugestiva y cautiva la atención; y por este lienzo, lleno de luz, de vida, pero engañoso como todo lo malo, hácennos pasar, con los «Vampiros», «Fantomas», etc., una serie interminable de crímenes estudiados.

Resultará que aquel lienzo sea en aquel momento el oprobio, el baldón de un pueblo culto, el paso atrás de un país civilizado.

De acuerdo todos en que los males que acarrea son grandes, unámonos al alcalde señor Muñoz Pérez, y en particular los encargados de la educación de los niños, quienes en su amor a la infancia, están prontos a pedir al Gobierno la prohibición de las películas pasionales y con tan mal acierto escogidas.

¡Hermoso ejemplo sería el que Córdoba ofreciera con esta prueba de amor al niño, de celo y de cultura!

Jesús Rodríguez Redondo



Una diablura

¡Pobre golondrina
la de tierno canto,
la de negras alas
que a Jesús besaron!

De africanas tierras
vino al suelo hispano
y en su incierto giro
visitó palacios,
viejos caserones
de moriscos arcos
y casitas blancas
de pintados patios.

Escogió aquel mío
para ornamentarlo
con la arquitectura
de su nido amado,
donde a tres hijitos,
sin tener descanso,
les llevaba insectos
del poblado espacio.

De un travieso niño
la inconsciente mano
le arrojó unos plomos
y la hirió el malvado.

La llevé hasta el nido
de dolor llorando,
y observé con pena
que se desplegaron
sus heridas alas
para cobijarlo.

Los hambrientos pollos
de pedir cesaron
y los tres murieron,
y se fue acabando
la preciosa vida
que cortó un muchacho
de perverso instinto,
de traidora mano.

Los ruinosos muros
de mi humilde patio,
¡qué alegres estaban!
¡qué tristes quedaron!

¡Pobre golondrina,
la de tierno canto,
la de negras alas
que a Jesús besaron!

Jesús Rodríguez Redondo