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Impresiones de Córdoba
Al escribir estas lineas, paréceme que aún escucho las voces argentinas, las piadosas y galantísimas frases que fueron para mí como un rocío que refrescó las tristes arideces de mi vida. Vuelvo a experimentar las impresiones que agitaron mi pecho durante una excursión al legendario castillo de Almodóvar. Fueron aquellas impresiones tan profundas y bellas, que siempre, siempre habré de recordarlas con indecible júbilo.
Sugestiva en extremo resulta desde lejos la gigantesca mole del castillo que allá, en lo alto, semeja una atalaya formidable, un avanzado centinela que siempre está velando el dulce sueño de la hechicera Córdoba. Y ya en el interior del edificio, recorriendo sus patios, descendiendo a su cueva misteriosa y ascendiendo a sus torres majestuosas; instalándose en la histórica Torre del Homenaje, desde cuya altura se contempla un hermoso panorama: el cielo, de un azul esplendoroso; el dilatado valle cubierto de verdura que sonríe; el caudaloso Guadalquivir, que corre acariciando con plácidos rumores las bellezas del cielo y de la tierra. A los pies del coloso ríe también el blanco caserío —bandada de palomas—, de un pueblo laborioso, y allá, lejos, muy lejos, se contemplan horizontes brumosos, alturas que se pierden entre la niebla que parece hablarnos de lejanas grandezas, del pasado esplendor do la romántica, de la doliente Córdoba,que hoy sueña con una extraña vida.
En las alturas del castillo, en una de sus torres gigantescas, volqué la urna de mis sentimientos para rendir un homenaje de simpatía, de admiración y gratitud a las almas ardientes y soñadoras —almas de artistas—, que habían transformado mis tristezas en los goces más íntimos, en los goces de un espíritu errante que se ha sentido huérfano y de pronto se siente acompañado, siente los aleteos de otros espíritus iluminados con los resplandores del Arte excelso; espíritus que me alentaron con sus palpitaciones y me prestaron la fuerza de sus alas para ascender con ellos al cielo de los grandes ideales.
En la torres del castillo de Almodóvar, en aquellas alturas que me acercaron a la esplendente cumbre de las noblezas y gallardías de las almas. que consolaron mis amarguras; en aquella alta cumbre creí escuchar las vibraciones de un himno majestuoso, cantado allá, en los bosques milenarios, en las selvas dolientes de la América Española.
Y creí que en mi frente palpitaban los besos de mi Patria infortunada, en la forma de brisas impregnadas en el perfume de losjardines de otra Córdoba inolvidable, la Córdoba que allá en el ensangrentado suelo mejicano, en los vergeles veracruzanos, ostenta, como esta Córdoba divina, galas esplendorosas.
Después de aquellas horas de intensa vida, vienen otros instantes de halagadoras, de hondas evocaciones; instantes que podríanse llamar de dulce felicidad.
Es allá, en el seno piadoso de un hogar tranquilo que se ha transformado en un templo del Arte; allá, en un rinconcito de cielo donde todo es delicado, espiritual y bello; es allí, donde el alma de un piano acariciado por las manos de un ángel, me hace escuchar las quejas dolorosas, los suspiros y los sollozos del alma enferma de Chopín, de aquel divino soñador, de aquel ardiente y pálido visionario que cruzó por la vida buscando un imposible.
Y ante las vibraciones de aquella Música de dolor y de ternura, de listeza y de amor incomprendido, sentí de nuevo palpitar en mi alma los jirones de muertos ideales, y me interné en la vida del ensueño, la vida del recuerdo, esa segunda vida de los que no tenemos ya el derecho de llamar a las puertas de la felicidad, sino el triste derecho de acariciar la sombra de lo que ya se ha ido y no volverá nunca.
Horas de idealidad encantadora que me disteis dulcísimo consuelo: ¡nunca os podréis borrar de mi memoria!
¿Y qué decir de aquellos inolvidables instantes, de aquella noche en que creí que algo sobrenatural conmovía mi alma, perdida en la penumbra misteriosa de la Mezquita de Córdoba? En los primeros momentos sentí una imperiosa necesidad de callar, de admirar en silencio aquel cuadro estupendo, la severa suntuosidad de aquel sagrado recinto donde se escucha el eco de los siglos pasados; donde parece que aún luchan dos épocas, dos razas, dos religiones que se disputan la posesión de ese grandioso santuario de las más íntimas creencias; de esa portentosa obra de arte, de ese mundo de mágica orfebrería, sostenido por un bosque de marmóreas columnas, de capiteles y arcos que parecen hechos de encajes maravillosos. En medio de estas suntuosidades mi espíritu sentíase empequeñecido, y en mis labios no había una frase que intentara, siquiera, expresar las ideas que aleteaban en mi mente inquieta. Pero voces amigas, cariñosos acentos de almas que comprendieron mi turbación y mi encanto, me hicieron oportunas observaciones, me hablaron de hechos históricos; me hablaron de arte, del divino Arte, y de cosas infinitamente elevadas, infinitamente armoniosas e infinitamente consoladoras.
Ya había yo sentido desatarse las alas de mi pensamiento; ya tendía mi vuelo por un mundo ideal, cuando el silencio que reinaba en las naves imponentes se transformó en un canto prodigioso, en los acordes de una música arrobadora, de una plegaria inmensa expresada con todas las candencias, con todas las armonías, con todas las ternuras, con toda la inspiración de un canto que pretende levantarse hasta el cielo. Eran las notas misteriosas del Miserere, que aprisionadas por un momento bajo las augustas bóvedas de la Mezquita, huían de su prisión y se elevaban al espacio infinito.
Y el acento armonioso, la voz de una criatura encantadora, toda ensueño y ternura, me habló, con elocuencia, de Maese Pérez el Organista, y de otras creaciones admirables del infortunado Bécquer. ;Ah, el recuerdo de Bécquer, del autor de las rimas eternas y las áureas leyendas…! El soñador espíritu de Bécquer se sentía flotar en un divino ambiente de arte, de ideal y de grandezas espirituales.
Tan profundas y tan bellas como estas impresiones, Córdoba me ha brindado, en distintos lugares y en diferentes formas —siempre delicadas, siempre espirituales—, otras noblezas, otras gallardías y otros consuelos para mi vida errante.
Un poeta inspirado, de levantados y potentes méritos, me concede la honra de pasearme, acompañado de su dignísima familia y en lujoso automóvil, por los bellos alrededores de Córdoba, donde hay una espléndida vegetación, donde se admiran hermosisimos jardines y desde donde se contempla un panorama encantador. Otro poeta sentimental, un trovador de aquellos que viven en el mundo de los recuerdos, de las tristezas, de los ideales y las esperanzas; ese poeta sentimental y un amigo del alma, un elevado espíritu que vive con la vida de la idea, con la vida del sentimiento, con la vida del Arte, con la vida más íntima y más noble, concentrada en un templo donde las oraciones son el perfume de las flores, el perfume de las ternuras y el esplendor del genio que palpita en admirables lienzos. Aquellos dos guías espirituales me acompañan una noche para recorrer las estrecha; tortuosas y poéticas calles de Córdoba; me llevan por jardines encantados, recorremos un parque donde puede aspirarse, con delicia, el divino perfume de níveos azahares. Y el poeta me habla de su vida, de sus intimidades dolorosas y de sus esperanzas para el porvenir.
Esta corriente de simpatía y confraternidad me proporciona una íntima satisfacción, la que han aumentado, con delicadeza y exquisita galantería, otros poetas que me han brindado con los frutos de su inspiración; y otros intelectuales, los siempre fraternales periodistas, entre los que, sin negar a otros mi estimación y gratitud, quiero aquí consagrar un recuerdo especial, o más bien un homenaje de cariño, de reconocimiento y confraternidad, a mi querido amigo García Nielfa, en cuyo elevado espíritu palpitan amplias ideas, nobilísimos sentimientos y un vehemente deseo de que la heroica raza española, conquistadora de tantos pueblos y creadora de un Mundo, se una y se levante hasta la altura donde debe ostentar sus gallardías, su heroísmo y nobleza por ninguna otra raza superados.
¡Bella y legítima aspiración, la de García Nielfa! Despertar los dormidos sentimientos que han de engendrar impulsos generosos; exaltar los impulsos creadores de una fuerza redentora; ejercitar esa fuerza en bien de la Patria común, sin divisiones políticas, sin los odios innobles que alejan, que disgregan a los pueblos que, por su historia, por su lengua, por sus tradiciones, por sus comunes intereses deberían hallarse siempre unidos, estrechamente unidos, con vigorosos lazos de confraternidad que les dignificaran a la vez que pudieran engrandecerles.
¡Bello ideal que debieran alentar muchas almas, elevar muchos espíritus, unir muchas voluntades y producir la cristalización de un ensueño luminoso, la creación de una Patria poderosa, de una Madre magnánima que tendiera sus brazos cariñosos para salvar a sus dolientes hijas, las jóvenes Repúblicas que un día surgieron, no a una vida independiente y libre, sino a una vida tormentosa, allá en el Nuevo Mundo, allá en la hermosa América Española…!
Juan Castro