A raiz de toda grande estafa o grande crimen, de todo emocionante delito en cuya perpetración o planeamiento haya intervenido de manera directa algún personaje o ciudadano hasta entonces tenido oficialmente por honrado, admitido en la sociedad y respetado por ella, hombre de valimiento y de prestigio en el comercio de la vida, no faltan nunca almas cándidas que, en nombre del presentimiento, lancen el «había de suceder», ignorando que el hecho es producto de un estado social de cobardía, que a todos, a cual más a cual menos, nos hace cómplices de un delito al que todos contribuimos con la desidia, el frío e incivil encogimiento de hombros o el miedo a dar el aldabonazo que arranque a la sociedad de su consciente y delictuoso letargo.
Realizado el hecho y conocido el autor, es pronto aquietada la indignación que supo producirnos, por la acción anestésica que en nuestros sentimientos produce el por muchos motivos criminal «¡ya está explicado!»; y temiendo tropezar nos recogemos en nuestro egoísmo, ansiando que pase la mala hora y en espera del nuevo sacudimiento criminoso que venga otra vez a arrancarnos aquella cobarde exclamación. Todos vemos la escala de delincuencia y conocemos a los que lenta, pero seguramente, van por ella descendiendo, pero sin que jamás tengamos el gesto cívico de interponernos en su camino y, ya que no entregarlos a la justicia, marcarles en la frente el sello de ignominia, de que son peligrosos para la sociedad, son sospechosos, indocumentados morales.
Esto no debe, no puede suceder, siquiera por egoísmo, por nuestra propia seguridad, como garantía social.
Así como es principio de justicia seguir la pista, analizar la vida, investigar los hábitos, calificar de sospechoso a todo individuo de blusa y alpargatas que, indocumentado, vagabundo merodee en el mismo seno de la sociedad, que sin dedicarse a oficio legal alguno, en absoluto carente de fortuna propia, viva y viva dado al vino, a las mujeres, a toda distracción y a todo vicio, así deben ser llamados sospechosos, deben ser sometidos a investigación en sus vidas y haciendas, deben ser fichados como peligrosos otros muchos, a quienes estrecharnos la mano sólo porque se lanzan a la calle con corbata y cuello y con ropa limpia.
Todos hemos conocido y conocemos y hemos señalado y señalamos con el dedo, sin que nos atrevamos a hacerlo fuera de la privada tertulia, a personas a quienes en ocasiones damos el brazo y nos consta que se hallan en pleno descansillo de la escala de la delincuencia.
Hablamos de que don Fulano tiene tal sueldo —tres mil pesetas, por ejemplo—, y, sin embargo, vive en casa por la que tiene que pagar un alquiler de seis mil reales, pasea en coche, no pierde un espectáculo, tiene dos o tres hijos varones estudiando y algunas hembras siempre lujosamente ataviadas, con sombreros caros y vestidos de seda; en verano acude a algún puerto y se hospeda en hotel de primer orden; dispone de una servidumbre doméstica de tres o cuatro criadas, etc., etc.; y no obstante, sólo posee el sueldo, no tiene otros modos de ingreso, carece de fortuna propia y aún no ha caído en las garras de la usura. ¿Cómo os posible? Aquí la justicia debe investigar y, en su inspección, debe ser auxiliada por todo el que se llame ciudadano.
¿Que es mezclarse y atropellar la vida privada? No, es velar por la sociedad; allí forzosamente se está cometiendo un delito o series de delitos y la sociedad toda debe ayudar a que el culpable reciba una justa sanción.
Hablamos de don Perencejo, que posee un capital único de cinco, diez mil duros; que no se dedica a profesión, oficio, industria o comercio de ninguna clase y, sin embargo, aumenta grandemente su capital, a pesar de que su familia es abundante. Suponemos que aquel capital está dado a réditos, pero lo legal sólo le produciría, en el segundo caso, tres mil pesetas, con las que viviría, pero sin aumentar el capital; lo aumenta, prospera, luego presta con crecido interés, es usurero, es un criminal, está dentro del Código.
Don Perencejo debe ser fichado, debe ser calificado de peligroso, sometido su modo de vida a investigación judicial, y si tras ella resulta comprobada la sospecha, procesado y encarcelado por contraventor de las leyes.
¿Que ello produciría un escandalo? Claro; escándalo, pero de cobardía social. Todos nos quejamos, protestamos contra ciertos hechos que son escarnio de la moral, pero siempre calladamente, para negar más veces que Pedro a Jesús, cuando es llegada la hora, no de los grandes heroísmos, sino de los santos deberes.
Aguantamos, aguantamos y… luego ponemos el inri a tanta estúpida cobardía: «¡Era de esperad!», cuando se descubrió la estafa, el asesinato del usurero, etc. Siempre recordaremos el caso de un empleado del Estado, en un puerto español, que, teniendo un sueldo de 3.500 pesetas, vivía en una regia casa que le costaba 2.500 pesetas y poseía coche propio. Sobrevino el descubrimiento de la estafa, el suicidio, con la ruina de una familia. ¡Todos lo esperaban!
Esto es: todos fueron cómplices.
El asesino de Ferrero ha sido descubierto; quienes le conocían no se han extrañado: «¡tenía que suceder»!, dicen, y nosotros exclamamos: ¡Todos cómplices!.
Redacción