Desde el fondo de muchas provincias españolas llegan hasta Madrid voces en demanda de auxilio. No hay trabajo; no hay pan; la gente emigra o se muera de hambre.
Es Andalucía la que reclama con más angustia. ¡Siempre hambrienta aquella tierra privilegiada que cantan los poetas, que perfuman rústicas flores, que visitan las auras marinas, que bendice el Sol, que magnifica el cielo azul; la tierra tradicional de la alegría, el rincón del planeta donde sólo son trágicas las existencias humanas, melancólicos y sombríos los espíritus, aunque a veces pongan en el gesto una mueca regocijada cuyo último significado no es de contento, sino de inconsciencia o de resignación!
Si examinarnos las innumerables facetas de la complicada vida social contemporánea, nos parecerá enorme el número de los problemas que el pensador o el gobernante tienen que afrontar cuando discurren acerca del presente o del porvenir de la civilización moderna, nos engaña la apariencia.
Los problemas sociales son como las generaciones: es posible trazar su árbol genealógico para reducirlos a un tronco común.
De una en otra categoría de esos problemas, la relación causal va pasando desde los espirituales a los políticos, desde los políticos a los económicos, y dentro de los económicos, toda la inmensa variedad de las crisis va claramente resolviéndose en el problema de la miseria de las clases proletarias, que son la masa social, su elemento más numeroso y el punto de partida para el bienestar de todos los otros factores sociales.
Pues todavía, dentro de esa visión general del problema proletario, puede hacerse otra distinción, buscando más honda raíz. El malestar plebeyo en las ciudades es el efecto de la miseria campesina.
Si trazamos una línea al través de toda la jerarquía de estos problemas, veremos, pues, cómo la infeliz situación del bracero rural es la semilla de donde surge todo ese árbol maléfico que extiende sus ramas sobre el conjunto de la sociedad contemporánea, y en cuyas hojas se inscriben los nombres de otros tantos problemas, úlceras de la vida moderna.
No ya por sentimiento humanitario, ni por impulso de la fraterna solidaridad que nos liga con nuestros compatriotas, ni por ninguno de aquellos nobles requerimientos de la conciencia y del corazón que enaltecen los actos humanitarios, sino por mero egoísmo, debemos esforzarnos todos en contener y remediar esa miseria campesina, que es como la fuente, cenagosa e inficcionada, de donde fluye el agua que necesariamente todos hemos de beber.
En los últimos lustros se ha creado una literatura consagrada a explicar cómo la escasez y dolores de la gente rural la impulsan a la emigración y la despoblación; cómo, mientras el campo queda desierto, las ciudades se congestionan, agravándose en éstas la competencia de brazos; y cómo ese proceso lentamente va arruinando la producción agrícola, abatiendo los salarios, difundiendo la rebeldía, depravando las muchedumbres, de la sociedad, preparando la revolución o el aniquilamiento.
Mas, ¿por qué se detienen ahí los políticos y los escritores? El mal es ese; pero, ¿cuál es la causa? ¿Cuál es el remedio? ¿Por qué callan? ¿Qué temores o qué dificultades les obligan a rendir a la mentira el tributo del silencio, que también se miente cuando, debiendo decirla, se calla la verdad? Y, sin embargo, las respuestas son fáciles; porque la causa de esa miseria campesina, más honda y aflictiva ahora que hace un siglo, ahora en que el saber humano ha multiplicado las potencias productoras de la sociedad que en tiempos pretéritos en que aún era más dificil la lucha del hombre contra las resistencias naturales, aparece patente a los ojos del más mediano observador.
Hace algún tiempo corrió por la Prensa la noticia de que un aristócrata se proponía adquirir el famoso coto de Doña Ana, con el propósito de convertirlo exclusivamen-te en campo de caza sin colonos. Ese coto es una de las fincas más extensas que existen en España; la contornean setenta kilómetros de costa.
Pues bien; el proyecto que en aquella noticia se transmite es el de expulsar de la tierra a los hombres para dejar mayores anchuras a la ¡caza.
Los gamos, los corzos, las perdices, los faisanes, encontrarán ámplio espacio; los hombres, nuestros hermanos de patria, no podrán labrar un pedazo de esa tierra que ganaron sus antepasados, que cien generaciones hicieron fecunda y valiosa, y emigrarán por falta de pan.
Extended ese plan a toda España y aparecerá patente, sin que pueda ser otra, la causa de la miseria campesina.
El placer venatorio encontrará fáciles expansiones; pero el bracero, el cultivador, no hallarán trabajo. Pues la inmensa mayoría del territorio español está, con diversas apariencias, en esa situación. Porque la expulsión de los colonos del coto de Doña Ana no supone que no haya de vivir sobre aquel territorio el número de personas indispensables para los cuidados elementales de la finca y para su guardería.
En España hay unas seis mil dehesas dedicadas a la producción alcornocal. Y también el número de hombres que sobre ellas vive está circunscrito a lo indispensable para su custodia y para las ocasionales faenas que tan primitiva explotación exige.
En la misma provincia de Cádiz hay un pueblo, Castellar, que tiene de término 17.700 hectáreas. En él no figura más que un solo contribuyente; hay un propietario, ausente, de todo el término; allí no viven más que 200 habitantes.
Pero no lejos, también en aquella provincia, hay otro pueblo, Trebujena, cuyo término es de 5.474 hectáreas; más de la mitad pertenece a propietarios forasteros; por eso hay incultas 2.282 hectáreas.
Pero en ese pueblo la población obrera se derramó por el campo, adjudicandose pequeñas parcelas.
Los contribuyentes de las 2.650 hectáreas en cultivo son, no uno como en Castellar, sino 951; por eso no viven sobre tal terreno 200 habitantes, como allí, sino 1.185 vecinos.
Ved, comparando a Castellar con Trebujena, cómo se fragua la miseria campesina, germen incontrastable de la miseria y el desequilibrio nacionales.
Como las fincas destinadas a la caza y a la producción arcornocal son las destinadas a la cría de reses bravas.
Si en Levante comenzara a dedicarse la huerta a una de aquellas explotaciones, pronto su riqueza habría desaparecido, y en vez de la pequeña burguesía rural que constituye la fuerza de la comarca levantina quedarían unos cuantos poderosos erigidos como dioses sobre una plebe innúmera de hambrientos y desarrapados.
Así ocurre en Andalucía. En Extremadura se consagran también al pastoreo millares y millares de hectáreas, privando a los hombres de campo para el cultivo.
En Salamanca, hace dos años, a causa de la elevación en el precio del ganado, muhos propietarios expulsaron de las tierras a los colonos para introducir ganado; la emigración castellana se acrentó.
No hace mucho todavía pude comprobar en Cádiz que había agricultores de aquellos camino de Gibraltar, donde embarcarían para la Argentina.
Sería facil enumerar otras formas de esa relación do los hombres con la tierra en que se incuba el hambre campesina.
Pero todas ellas se reducen a una fórmula económica: «la explotación que permite obtener el máximo de renta con el empleo mínimo de trabajo y de capital». Ahí radica el mal que despuebla el campo tras de empobrecer a sus habitantes.
Un mal no exclusivo de estos tiempos, porque ya lo estudia con minuciosidad y lo pinta con vigor Taine al trazar en «Los orígenes do la Francia contemporánea» el cuadro campesino en los años que precedieron a la Revolución.
Un régimen jurídico y fiscal como el nuestro permite que el dueño de la tierra obtenga la mayor ganancia sin arrancar a ésta la mayor producción.
El remedio está, por consiguiente, en hacer que ese régimen no consienta sino que la máxima ganancia vaya inseparablemente unida a la producción máxima, para que coincidan el interés privado y el interés social.
El eje del primer sistema es la contribución sobre el producto; el eje del segundo, la contribución sobre la capacidad productiva.
Tan grande es la influencia del sistema tributario sobre la economía nacional, que basta una simple modificación en su base para arruinar o engrandecer al campo y con ello para precipitar en la decadencia o llevar hacia el florecimiento a toda una sociedad.